El hijo de Myriam

Como no es un tema de fe a pesar de algunas entusiastas opiniones, entre el Cristo de Miguel Angel y el de Mel Gibson, me quedo con el primero. Estoy seguro que para muchos, el personaje fílmico será una inspiración, al recordar los sufrimientos del Nazareno. Pero prefiero la imagen limpia, serena, inmutable a lo largo de siglos, de la Pietá, que ahora se exhibe en San Pedro tras un cristal a prueba de balas porque vivimos en una época violenta.

Pero mi comentario no se refiere a los retratos de Cristo sino al tema de fondo magistralmente reflejado en la escultura de Miguel Angel: el dolor de una madre ante la muerte de su hijo. Ha llegado a ser casi una obsesión mía. Estoy convencido de que no puede haber dolor más grande para un padre que perder a un hijo. Ya lo proclamaron, en un momento oscuro de nuestra vida nacional, María Maluenda y Roberto Parada, cuando su hijo José Manuel fue degollado: no es normal que los padres entierren a sus hijos; debería ser al revés. Así ha sido a lo largo de la historia y uno espera que siempre sea así. Pero no lo es.

Y si perder un hijo es un dolor grande para un padre, pienso que para la madre es aun peor. Hay una relación única, impenetrable, privilegiada, entre ese ser que creció desde su propio cuerpo y que, a su cuidado, se va convirtiendo en persona... sin dejar nunca de ser parte de ella misma. Ese es el contenido profundo de la Pietá, que no logro encontrar –en lo que hasta ahora hemos visto- en la polémica versión de La Pasión de Gibson.

Sí lo encontré, en cambio, de manera estremecedora, en los funerales de Manuel Francisco Bustos Verdugo, hijo del ya fallecido dirigente sindical Manuel Bustos y de la periodista Myriam Verdugo.

Para quienes conocimos a Manuel Bustos Huerta, esta era una ocasión de recordarlo, de decirle que el paso del tiempo no ha borrado su recuerdo de hombre de bien, esforzado, de humilde cuna campesina que fue consecuente –literalmente- hasta la muerte. Es mucho lo que la democracia chilena le debe y conviene no olvidarlo. En la parroquia del Sagrado Corazón, en Santiago, frente a la Estación Central, se congregaron hombres y mujeres de Estado –ex Presidentes de la República, senadores, diputados y dirigentes políticos- y representantes del periodismo y del mundo sindical que quisieron y admiraron a Manuel y a Myriam. Pero ella, la madre inconsolable, no estaba allí ni por la pompa ni por la circunstancia. Estaba por el hecho simple de que a quien despedíamos era a su hijo mayor, muerto en un accidente automovilístico en la noche santiaguina y nada más realmente le importaba.

Myriam Verdugo sacó fuerzas de flaqueza y esa tarde calurosa, la misma en que se celebraba el Día Internacional de la Mujer, habló en la iglesia para contarles a los asistentes cómo había sido la relación con su hijo, nacido en Roma, en el exilio, hasta el momento de su inesperada partida. Solo una madre-periodista podría tener la entereza para combinar con delicadeza la información y la emoción.

La concurrencia aplaudió.

Yo, que soy de otra generación, preferí el silencio. En verdad, quería llorar.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas el 13 de marzo de 2004

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