Dos “socios” en pugna.

En sus memorias –tres volúmenes, casi cuatro mil páginas en total- que concluyó algo prematuramente en 1999, Henry Kissinger mostró una precisión germánica para el detalle. Por ejemplo, en el segundo tomo, a partir de la página 376, cuando se refiere al comienzo de la Guerra del Yom Kippur (6 de octubre de1973) hace un recuento minuto a minuto desde que lo despiertan a las 6:15 de la mañana, en el departamento en Nueva York que era su “centro de operaciones durante la sesión anual de las Naciones Unidas”.

Menos de media hora después, según el exasperantemente minucioso relato, empezó una seguidilla de llamados telefónicos. Habló con el embajador soviético (6:40), el encargado de Negocios de la Embajada de Israel (6:55) y el ministro egipcio de Relaciones Exteriores (7:00). No le contestó el viceministro sirio de Relaciones Exteriores entre las 7:00 y las 7:15, hora en que lo llamaron autoridades israelíes. Diez minutos después se comunicó de nuevo con los rusos (7:25) y luego intentó de nuevo con el egipcio (7:35), pero solo lo logró doce minutos más tarde (7:47).

En la media hora siguiente, Kissinger trató del grave conflicto con los cancilleres de Egipto y de Israel. A las 8:29 recibió un informe de la situación en los diversos frentes de batalla, tras lo cual despachó “mensajes relámpago” a los reyes de Arabia Saudita y de Jordania, “apremiándolos para que usaran su influencia para detener las hostilidades”. Por último, y así lo consigna, a las 8:35 llamó al general Alexander Haig para que le diera el aviso a su jefe, el Presidente Richard Nixon. Ni siquiera entonces, según se supo ahora, la información llegó a Nixon.

Conforme una revisión de más de 20 mil páginas de transcripciones de llamadas telefónicas de la Casa Blanca, hecha por un prestigioso historiador norteamericano, solo tres horas y media después de la primera información, Haig se la transmitió a Nixon. El Comandante en Jefe norteamericano, asediado por la presión que había generado el caso Watergate, descansaba en Key Biscayne y era un secreto a voces que se estaba hundiendo en el alcohol. Pero ¿era esta una razón suficiente para esconderle una información tan crucial?

La explicación, dice el libro “Nixon y Kissinger: dos socios en el poder”, es tan sórdida como las peores historias que se suelen ver en la televisión por cable. En primer lugar, es una abrumadora suma de desconfianzas: Kissinger quería avanzar en el terreno diplomático sin interferencias, ni siquiera de su propio jefe; Nixon, por su parte, ya había anticipado su temor: “Un judío no puede manejar la política de Medio Oriente”.

Las revelaciones no se limitan a este episodio bélico de 1973. También desmenuza la etapa final de la Guerra de Vietnam, los entretelones del derrocamiento de Salvador Allende y los altibajos de la Guerra Fría. Mientras el mundo se equilibraba penosamente al borde del abismo, Nixon y Kissinger estaban empeñados en una feroz lucha por el poder. Como en un clásico, hay mentiras, sangre (en las Alturas del Golán y en el Sinaí) y alcohol. Pero no se trata de un novelista obsesivo, sino de Robert Dallek, un prestigioso académico, que completa con éste doce libros de gran nivel acerca de la historia moderna de Estados Unidos.

Esa tensa mañana de octubre de 1973, según su propio recuento, Henry Kissinger sintió “a eso de las 9:20 había resuelto cualquier duda en relación a lo que estaba sucediendo”. Con todo bajo control, se acordó entonces de informar a su jefe.

Abril de 2007

Volver al Índice