En espera de la “justicia divina”.

Suharto –como muchos indonesios, usaba solamente su apellido para identificarse- fue enterrado el 29 de enero en su mausoleo familiar en Solo. El funeral, conforme la descripción de The New York Times, fue digno de alguien que “tenía el aura de un Rey”: tuvo un despliegue de honores militares y oraciones musulmanas, en un ambiente plagado del misticismo propio de Indonesia. “Inmediatamente después (de las exequias) el cielo sobre las montañas se abrió para dar paso a una poderosa tormenta, el llanto por la muerte del líder caído”, señaló Seth Mydans, periodista del Times.

Solo faltaba un detalle en la descripción: Suharto fue sacado del poder hace una década en medio de violentos disturbios populares mientras sus cercanos le daban la espalda. El balance de sus 32 años de gobierno repite el de la mayoría de las dictaduras del siglo XX. Llegó al poder para poner término a una carnicería generalizada estimada en medio millón de muertos. (Este, al parecer, fue el origen de unas misteriosas pintadas en Chile con una sola palabra: “Yakarta”, cuyo sentido sólo se entendió después del 11 de septiembre de 1973). La promesa de pacificación y rápido retorno a la normalidad, tal como ha sucedido en otras partes, no se cumplió. Por el contrario, el nuevo régimen se caracterizó por la represión y la corrupción en gran escala. La familia Suharto se enriqueció por la vía del control de empresas del Estado, el desvío de fondos de caridad pública y por las coimas.

Sorprendentemente, pese al escándalo y las denuncias de que había percibido millones, o quizás miles de millones, de dólares, Suharto nunca fue juzgado. Desde su caída, alegó estar en un frágil estado de salud. Ante los tribunales sus abogados sostuvieron –con éxito- que mentalmente estaba incapacitado para soportar un juicio. A su muerte reaparecieron en público sus admiradores, alabando “el orden y la prosperidad” que legó a Indonesia, olvidando sus costos.

La historia, que a los chilenos puede parecer familiar, no es única. Hace una década, cuando ya Suharto había sido expulsado del poder y un conocido nuestro -Augusto Pinochet- permanecía detenido en Londres, se comentó que la justicia internacional no es pareja. Un analista norteamericano planteó en la revista Time que el mundo tiene una “extraña moralidad”. Charles Krauthammer recordó que dictadores como Fidel Castro son recibidos con honores en cualquier capital que visitara, mientras el panameño Manuel Noriega, depuesto por la fuerza por EE.UU., estaba en una cárcel en Florida (ahora aguarda su extradición a Francia). El ex dictador haitiano “Baby Doc” gozó de un confortable retiro en un castillo en el sur de Francia, tal como otros “ex” de Africa. Los líderes chinos, sostuvo Krauthammer, “son recibidos con deferencia donde quiera que vayan”... sin saber que, tras el explosivo crecimiento de la economía china, los honores se multiplicarían en años más recientes. La conclusión era que,“a fin de cuentas, es el poder, no la justicia, la que determina quien es detenido (y quien no)”.

Es lo que el pragmático Henry Kissinger bautizó en su momento como la “realpolitik”, el realismo (o pragmatismo) en política. Los honores a Suharto demuestran que ni siquiera la pérdida del poder justifica que los crímenes sean castigados.

Sólo quedaría esperar, como creía fervientemente Julio Martínez, que actúe “la justicia divina”.

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