El final del via crucis

A su muerte, Juan Pablo II deja “a la ciudad y al mundo”, a la Iglesia Católica y a la humanidad entera, un enorme legado. Por más de un cuarto de siglo sus mensajes sobre la vida y la paz, la dignidad de las personas, desde jóvenes a ancianos, y la justicia social marcarán la acción y la reflexión de “moros y cristianos” en todas partes. En Chile, sobre todo, su pontificado nos aseguró la paz con Argentina y será recordado por el enérgico llamado al retorno a la democracia que hizo durante su visita, hace justamente 18 años.

Pese a su trascendencia, ninguno de estos hechos debería impedir que se saquen algunas conclusiones a partir de su penosa agonía y se inicie un necesario debate sobre cómo concluyen su vida y su reinado los papas.

El análisis resulta complejo por el doble papel que debe cumplir cada Papa desde que es elegido. Junto con convertirse en el sucesor de san Pedro toma las riendas de una vasta corporación internacional. Lo primero implica, para los creyentes, una autoridad indiscutida, emanada del mismo Jesucristo, quien le dijo al apóstol que “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Lo segundo es un pesado desafío en cualquier momento de la historia, pero mayor aún en una época de comunicaciones instantáneas, cuando las imágenes y los sonidos (incluyendo murmullos ininteligibles) van de un lado a otro del planeta en alas de Internet.

En esta perspectiva, el sufrimiento de Karol Wojtyla asumió proporciones paradigmáticas. Ello explica que en reiteradas ocasiones, se comparara su sufrimiento con el de Cristo, que no cedió a la tentación de renunciar a la cruz. Hay, en esta línea, innumerables ejemplos, pero ninguno, hasta ahora, había tenido tanto dramatismo. Para un mundo en que tranquilizantes, calmantes y antidepresivos han generado una industria multi-millonaria porque nadie quiere sufrir, el Papa redimió el sentido del dolor y ello debe servir de consuelo a enfermos incurables y a víctimas de tragedias naturales o provocadas. Objetar su decisión de seguir adelante pese a todo, sería desconocer los fundamentos de la fe y aun quienes no la comparten, demostraron respetarla.

Diferente, en cambio, es la apreciación que cabe hacer respecto de la forma cómo se manejó en el último tiempo una institución que, aunque de origen divino, tiene que responder todos los días a requerimientos no solo espirituales sino muy humanos. Una y otra vez se nos dijo que el Papa, mientras mantuvo la lucidez, estaba en condiciones de gobernar la Iglesia Católica. Pero, como ya ha ocurrido en otras ocasiones en la propia Iglesia y en muchas otras organizaciones, especialmente aquellas fuertemente jerarquizadas, es legítimo preguntarse cómo hacía saber su voluntad si lo rodeaba un círculo de hierro y apenas podía hablar y le costaba escribir.

En el largo período que precedió a la muerte de Leonid Brezhnev en la Unión Soviética, el control del inmenso imperio forjado por Lenin y Stalin empezó a aflojarse. El país siguió funcionando, pero por un tiempo solo se mantuvo en pie por la inercia y después de la muerte de Brezhnev, sus sucesores no tuvieron mayor capacidad de control hasta que llegó Gorbachov y, muy prontamente, la vieja estructura se desmoronó estrepitosamente.

Quienes creemos que el poder material no es lo más importante de la Iglesia Católica deberíamos mirar sin inquietud lo que ha estado pasando tras los muros del Vaticano. Pero es difícil sustraerse a las lecciones de la historia. Ya sea que provengan de la Unión Soviética o de las viejas monarquía de un pasado más remoto.

2 de Abril de 2005

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