Attica, un símboloEn “Tarde de perros”, película de 1975 que exhibe con cierta frecuencia la televisión por cable, hay un momento que para la gran mayoría de los telespectadores puede resultar incomprensible. Al Pacino, en su papel de asaltante de un banco, exasperado por el cerco policial, logra la adhesión de los curiosos al instarlos a corear con él: “¡Attica!¡Attica!”. Cuando se filmó la película, el penal de Attica era un símbolo doloroso de los excesos de represión. A ese sentimiento apelaba el personaje. El tema ha vuelto a ser noticia en Estados Unidos en estos días, un cuarto de siglo después: cerrando un caso iniciado en 1974, un juez federal anunció que el Estado de Nueva York va a pagar ocho millones de dólares a 1.281 prisioneros que alegaron haber sido torturados y golpeados durante la rebelión y su epílogo sangriento. Todo se inició por un rumor, como ha ocurrido más de una vez en situaciones similares, que corrió entre los detenidos en el penal situado a 50 kilómetros de Buffalo, en el Estado de Nueva York. La versión decía que dos presos, sacados de sus celdas por los guardias, bajo la acusación de estar peleando, habían sido brutalmente golpeados. Eso fue el 8 de septiembre de 1971. Al día siguiente, sus compañeros iniciaron una violenta protesta. “lograron controlar un patio de ejercicios y tomaron a varios guardias como rehenes”, recordó The New York Times. ”Así comenzó una cadena de acontecimientos descontrolados que produjo la peor insurrección en la historia penal norteamericana…” Personalmente, debido a que en ese tiempo estaba en Estados Unidos escribiendo un texto para la enseñanza del periodismo, titulado “Los secretos de la fórmula Time”, pude seguir en esos días el curso de los acontecimientos para contrastar, finalmente, las versiones de Time y Newsweek, las dos principales revistas semanales norteamericanas. El resultado de esa investigación forma parte de ese libro. La tensión inicial, seguida de un suspenso creciente, hasta culminar con el brutal ataque de la Guardia Nacional, ordenado por el gobernador Nelson Rockefeller, conmovieron a todo el país. Los presos no pedían nada extraordinario. “Sus demandas correspondían a lo que hoy se proporciona de manera rutinaria en cualquier cárcel”, dijo el ex congresista Herman Badillo, al recordar la tragedia. Pero una serie de circunstancias hicieron que todo fuera de mal en peor. En el ataque final murieron 43 personas, entre rehenes y prisioneros, y más de 80 quedaron heridas. Las primeras informaciones destacaban la muerte de inocentes que se podría haber evitado. Ante el temor de una irrupción por la fuerza, recordó Time en esa época, los propios rehenes pidieron calma y tiempo. “A menos que venga (el gobernador Rockefeller) soy hombre muerto”, dijo el sargento Edward Cunningham, que llevaba diez años de servicios en la prisión. Tras un punto seguido, la revista agregaba en la edición del 27 de septiembre: “Al día siguiente, Cunningham murió en el ataque”. Pero también hubo víctimas entre los prisioneros, no todos los cuales participaron voluntariamente en el motín. Frank B. Smith, un ex presidiario quien ahora tiene 66 años de edad, ha sido descrito como el peor tratado de los que sobrevivieron. Fue golpeado, quemado y amenazado de mutilación. “No hay dinero que compense nuestro sufrimiento”, dijo. Pero obviamente, como para todos los involucrados en el caso: detenidos y atacantes, su sensación fue de alivio hace un par de semanas cuando el juez Michael A. Telesca anunció que el Estado pagaría doce millones de dólares ÿcuatro para los abogados- a fin de terminar el pleito. La prensa de Nueva York recodó que las autoridades no sólo actuaron con fuerza excesiva. También mintieron. La primera información fue que los rehenes habían sido asesinados por sus captores. Y según un informe de The New York Times, para todos, especialmente los prisioneros, lo ocurrido marcó profundamente sus vidas. Algunos lograron rehacerlas, reintegrándose plenamente a la sociedad. Pero otros debieron luchar contra los fantasmas del pasado y sus secuelas: droga, alcoholismo, problemas familiares, etc. A los 52 años, el ex presidiario Twiggs Mathis nunca podrá olvidar que después que las tropas tomaron control de la prisión, los hicieron desnudarse y arrastrarse sobre vidrios rotos mientras eran golpeados con bastones. “Ahora sólo quiero enderezar mi vida”, comentó. 28 de enero de 2000 |