Colombia, entre Churchill y ¿quién?

Que el comentarista Carlos Alberto Montaner haya hablado de “sangre, sudor y lágrimas en Colombia”, al opinar sobre los últimos sucesos de su país, podría parecer una reiteración de un lugar común, pero la intención era otra. Lo que resulta comprensible en un período que ha estado marcado por el asesinato de un popular humorista, otros asesinatos varios, el secuestro de un obispo y una dolorosa peregrinación de madres de soldados y policías secuestrados por las FARC. Lo que ha sido duro para la opinión pública chilena es que, en esas circunstancias, el Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle haya visitado el país y dijera que si se lo pedían, mediaría o enviaría fuerzas de paz, pero nunca tropas a luchar.

Felizmente el gobierno chileno no cayó en la tentación de ir a “desfacer entuertos” ajenos. Por un lado, ya los hay, y suficientes, en casa, y por otro, la mejor tradición chilena es la de aceptar mediaciones sólo cuando se las piden y siempre en son de paz.

El mensaje de Montaner en El Tiempo de Bogotá, que recordábamos al comienzo, refleja más que nada una creciente angustia colombiana. El comentarista hizo un paralelo entre la Gran Bretaña de Chamberlain, que a toda costa quería la paz, aunque el precio fuera la rendición frente a Hitler, y la pesada carga que finalmente debió asumir Winston Churchill, cuando su país se encontró luchando una guerra que no quería y para la cual no estaba preparado.. Fue entonces cuando el Primer Ministro británico hizo ver a los ingleses que la única certeza que podía brindarles era la de una lucha larga, en la que habría sangre, sudor y lágrimas, sin más meta que salvar la libertad.

La comparación con el caso colombiano, le parece obvia. Cuando llegó al poder, el Presidente Andrés Pastrana interpretaba correctamente el estado de ánimo de su pueblo que no quería guerra, sino paz y que estaba dispuesto incluso a entregarle a la guerrilla un territorio de 42 mil kilómetros cuadrados para ganar la paz.. Pero, igual que con Chamberlain, el sacrificio no dio frutos. El derramamiento de sangre no ha terminado y en los diez años transcurridos entre el asesinato de Luis Carlos Galán, líder del nuevo liberalismo, y el de Jaime Garzón, periodista, humorista y negociador de acuerdos, nada ha mejorado. Por el contrario, la furia y el dolor siguen arrasando personas de todas las edades, colores y clases.

Al ritmo actual, anotó otro diario, El Espectador, al final de 1999 “el diez por ciento de los municipios colombianos habrán sido destruidos por la guerrilla”.

¿Conclusión?

Según el comentarista Montaner, lo que corresponde es que el Presidente se transfigure, deje de lado a Chamberlain como modelo y se transfigure en un nuevo Churchill, decidido a enfrentar sin tregua al enemigo: “Tiene que inspirar en su pueblo un indomable espíritu de resistencia y ganarse el respeto de los pueblos hermanos... Es la hora de los halcones”.

Nada, sin embargo, asegura que las cosas vayan en esa dirección. Un día después del crimen del popular Jaime Garzón, miles de airados ciudadanos protestaron en la Plaza Bolívar de Santa Fe de Bogotá. Protestaban contra los violentistas, que no se sabe de qué extremo provienen (ha habido serias insinuaciones de que podrían ser militares o muy cercanos a ellos). Pero también reclamaban, airados, contra el propio Andrés Pastrana, calificado como “el gran ausente”.

Como un eco, ha anotado la prensa colombiana, antes, en Cali, otros grupos de manifestantes fueron igualme te duros: “No hay Presidente”, “Que se vaya, que se vaya”.

Cualquier chileno -salvando las distancias y el tiempo- podría reconocer aquí las voces que hace ya un cuarto de siglo, pedían un cambio de gobierno. Y por resolver un drama, se generó otro que hasta hoy nos duele y complica. A lo mejor, en vez de un Winston Churchill, los colombianos obtienen un general decidido a dejar fuera del juego a “los señores políticos”.