Editorial

Apenas un poco de compasión

La abundancia de descalificaciones que siguió a la divulgación -oficial, aclaremos- del fallo que dejó sin fuero al senador vitalicio Augusto Pinochet, es apenas una muestra más de la incapacidad nuestra para los debates de fondo. Cuando se critica a los periodistas por su poco profesionalismo, habría que recordar lo que ocurre todos los días en los más variados ámbitos de la chilenidad.

Incapacidad de razonar con cierta soltura. Los argumentos se reemplazan con la descalificación, la lógica con la sospecha y desconfianza. Y ello ocurre de un lado a otro del espectro político y también en toda la escala social.

Pero hay quienes deberían dar mejores ejemplos. Y no es así.

Recordamos lo que pasó entre un alto magistrado y un parlamentario, representantes de dos poderes del Estado.

“Una grosería”, fueron para el presidente de la Corte Suprema, las destempladas críticas del diputado Pablo Longueira con motivo del fallo del desafuero. Tiene razones sobradas para tan dura réplica: “Palabras sacan palabras”, y desde hacía tiempo que el diputado Longueira venía acumulando fuertes expresiones contra el Poder Judicial. Pero ¿se han preguntado uno y otro cuanto agregan a la mejor comprensión de la situación? ¿Cuánto aprendemos los chilenos, como testigos de este intercambio, a comportarnos como ciudadanos? ¿Cuánto ganan en respeto los poderes del Estado después de este episodio?

En una perspectiva algo más distante de los hechos, vale la pena subrayar las contradicciones en que han incurrido reiteradamente los partidarios (civiles o militares en retiro) del ex-comandante en jefe del Ejército. Fueron ellos los que proclamaron que cualquier juicio debía hacerse en Chile. Al parecer, lo que esperaban era que ese juicio fuera con la misma vara con que se midieron las actuaciones el régimen de Pinochet en los años 70 y 80 Incluso el propio senador vitalicio, hoy en vías de no ser tan vitalicio, en la única ocasión que habló ante una corte británica, lo hizo para decir que solo aceptaba ser juzgado por tribunales chilenos.

También resulta lamentable el intento de emparejar las cosas y decir, como lo hizo el senador Andrés Chadwick en TVN el domingo 13 de agosto, que los tribunales son ahora tan sumisos como lo fueron bajo la dictadura. Hay que decirlo sin eufemismos: no cabe comparación alguna. Como intentó precisar -con dificultades, por las interrupciones- el presidente del PDC, Ricardo Hormazábal. ninguna presión de un régimen democrático, si la existiera, puede compararse a la fuerza que ejercen los régimenes de facto. Sin parlamento, sin prensa libre, sin condiciones mínimas de protección a la ciudadanía, no se les podía exigir a los jueces una respuesta distinta a la de la gran mayoría de los chilenos. Los pocos magistrados que trataron de mostrar su independencia no lograron mucho: sus resoluciones no fueron acatadas y su carrera terminó rápidamente... Es como protestar hoy porque no hubo juicio político. ¿Cómo, si al menor amago se hacían “ejercicios de enlace”, “boinazos” u otras demostraciones parecidas? ¿Es que ya nadie recuerda aquello de que si tocaban a cualquiera de sus hombres se acababa el estado de Derecho? ¿Se puede siquiera comparar esa frase, dicha con todo el respaldo de las armas que el estado chileno ha comprado para su defensa, con las teóricas proclamaciones de recurrir a la vía armada, de los socialistas de los años 60?

Otra contradicción profunda en todo esto es la pretensión de poner en ridículo la figura legal del secuestro. Es cierto que con ello que se quiere reforzar la tesis de la vigencia de la amnistía, pero es un ultraje a la conciencia nacional que para ello se afirme implícitamente que detener arbitrariamente, torturar y matar gente no es tan grave. Esperemos que, por lo menos, una pizca de emoción haya sacudido algunas conciencias en los últimos días, cuando se descubrió e identificó el cuerpo de un niño de trece años, Carlos Fariña, muerto a tiros por la espalda, tras ser sacado de su casa por uniformados.

Lo grave de todo esto es la irracionalidad de los argumentos de un sector importante de la sociedad chilena.

Casi 30 años después del comienzo de esta trágica etapa de la vida nacional, nadie en la derecha pinochetista quiere reconocer nada. No hay culpas propias, no hay excesos que pudieron evitarse, no hay una mínima sombra de arrepentimiento o piedad por los muchos que sufrieron tanto. Sólo se considera el dolor propio, convertido en mito que no puede ser discutido ni tocado.

Pinochet, se nos dice, está anciano y enfermo. Pero no se pensó lo mismo para los ancianos y enfermos que estuvieron detenidos en condiciones subhumanas, paseados por las calles caminando sobre las rodillas o arrastrándose por el suelo, como hemos visto más de una vez en testimonios que en su época no temían dar a conocer por los medios de comunicación. Es que se trataba de establecer -a sangre y fuego-un nuevo Chile, mediante la persuasión por el terror.. No hubo entonces consideraciones como con las madres embarazadas ni los niños, ni los ancianos, sacados violentamente de sus casas, o incluso de la supuesta seguridad de sus lugares de detención.

Si tan solo todo esto sirviera para avivar las conciencias, dejar caer las pesadas vendas de los ojos y destapar los oídos tapiados. Pero, sobre todo, devolver la humanidad a tantos corazones endurecidos por el odio.

Abraham Santibáñez