Editorial

Un valiente primer paso

17 de Febrero de 2001

Hay que reconocer que el paso dado por la diputada Pía Guzmán, al hacer su mea culpa con respecto a las violaciones a los derechos humanos durante el régimen militar es un gesto valiente y necesario. Pero, sobre todo, hay que valorar sus palabras acerca de lo que supo y no quiso saber.

Fueron muchos los chilenos que cerraron sus ojos y sus oídos a las pruebas cada vez más categóricas acerca de las atrocidades que sufrían los opositores al régimen... o los sospechosos de serlo.

Aceptemos que inicialmente muchos dudaron. Dudamos. A quienes no habíamos estado junto a la Unidad Popular podía no gustarnos el lenguaje de la Junta de Gobierno, pero no los imaginábamos capaces de implementar una política de terror, sobre todo después de la brevísima “batalla” inicial. Según reconoció el propio general Pinochet en una entrevista a periodistas de Ercilla en marzo de 1974, “el combate duró prácticamente cuatro horas y después siguieron combates aislados”.

Pese a ello, en las semanas siguientes, después de la promesa de reencuentro solemnizada en la Gratitud Nacional para Fiestas Patrias, empezó lo inimaginable: chilenos contra chilenos en una política implacable de extermino sin ninguna base legal, caracterizada por la detención arbitraria, la tortura, la muerte y, en numerosos casos, la desaparición.

¿Cuándo se supo la verdad?

Los testimonios disponibles indican que fue un proceso largo y complejo. Desde luego, los propios familiares de los detenidos desaparecidos no tardaron en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero muchos de ellos, al tenor de las cartas que se enviaron a las autoridades y que fueron publicadas el año pasado, seguían pensando que eran errores administrativos, excesos de mandos medios. Ellos y muchos otros chilenos seguían pensando que “estas cosas no ocurren Chile”.

La prensa en el mundo ya no tenía dudas a mediados de la década de los 70. Ni los organismos internacionales.

Para muchos chilenos, el hito definitivo debe haber ocurrido en 1976, cuando empieza a asomar una prensa alternativa: Hoy, Apsi, el Boletín de la Vicaría de la Solidaridad. ¿Se podía seguir dudando, un par de años después, tras el descubrimiento de los cadáveres enterrados clandestinamente en Lonquén?

Parece imposible. Pero así fue. Muchos chilenos prefirieron creer que las denuncias eran interesadas, que representaban posiciones “antipatrioticas”. Que los periodistas lo hacían por crearle problemas al gobierno y a Pinochet.

En la revista Hoy, que sólo fue autorizada tras meses de tramitación, sufrimos acusaciones, amenazas directas, llamados telefónicos y recados nada sutiles como gatos y pescados muertos arrojados a las casas de los periodistas en las sombras de la noche. El director, Emilio Filippi, se encontró una mañana con una cabeza de cerdo en su jardín. Y hubo otros casos parecidos...

Pero muchos chilenos, como ha reconocido valerosamente Pía Guzmán, prefirieron no creer. No escucharon a la prensa libre. No escucharon a la Iglesia Católica y a otras confesiones religiosas. No le creyeron a las Naciones Unidas ni a los organismos internacionales.

Tal vez era más cómodo. Tal vez era la manera instintiva de protegerse y proteger legítimos intereses. La respuesta sólo la conocen quienes vivieron esos momentos y ahora -tantos años después- han decidido enfrentarse con su propia realidad.

Hay quienes lo hacen públicamente y dicen que no se puede seguir mirando al pasado.

Es nuestra convicción que, antes de mirar adelante, es necesario que todos nos miremos hacia dentro, hacia nosotros mismos. Y tengamos el valor de ver cuán débiles fuimos. Preguntarnos ¿por qué no valoramos debidamente nuestra responsabilidad cívica, nuestra capacidad de manifestarnos y, sobre todo, de ser más solidarios con las víctimas de una dictadura que perdió toda sensibilidad y toda racionalidad ante el aplauso de unos pocos?

Algún sector, después de la diputada Guzmán, ha optado por la fórmula fácil de decir que todos fuimos culpables. Ello es cierto en parte. Pero un verdadero examen de conciencia exige un poco más de profundidad. Y una firme voluntad de cambio, empezando por el lenguaje y las actitudes.

Abraham Santibáñez