Editorial:

Tiempo para especialistas

Santiago, Domingo 16 de Marzo de 2003

A pesar del unánime aplauso con que fue recibida la iniciativa de paz del Presidente Ricardo Lagos, su rápido rechazo por Estados Unidos obliga a plantear varias reflexiones.

La primera es acerca de la necesidad de que el propio Presidente pusiera todo el peso de su prestigio en la balanza internacional. Es, por supuesto, una pregunta que no tiene respuesta definitiva, pero que vale la pena hacerse. Lo normal es que, en estos debates de tan rápido desarrollo, sean los embajadores y los ministros quienes hagan los planteamientos que puedan tener éxito o fracasar prontamente. Quienes -con razón- aconsejaron al Presidente Lagos para que no participara personalmente en el Consejo de Seguridad, debieron decirle lo mismo acerca de la inconveniencia de presentar al mundo la propuesta de “los indecisos”. México, con las manos más atadas por su proximidad y dependencia de Estados Unidos, optó por la prudencia extrema y hasta ahora ha tenido éxito. (Lo anterior no significa que la actitud haya sido equivocada ni, tampoco, que haya sido un error entrar a jugar en la División Mayor. Lo que podría ser un riesgo es cuánto, cómo y a qué se expone una persona, en este caso concreto el propio Presidente de la República).

Una segunda consideración nace de la afirmación, reiterada este fin de semana, de que la justificación real de la movida de La Moneda fue la necesidad de contrarrestar la abrumadora serie de escándalos que ha sacudido a Chile. Si así fuera vale la pena preguntarse por el costo de una maniobra de esta magnitud, incluso si la propuesta era bien acogida. Lo menos que se ha dicho es que el Jefe del Estado ha salido demasiado a la palestra. Ya sabemos la fascinación que producen los medios. “La comunicación es todo”, se nos dice a cada instante. Y así es. Pero comunicarse no necesariamente pasa por hablar todo el tiempo y con cualquier motivo ante un bosque de micrófonos o cámaras. Es, sobre todo, la capacidad para hacer llegar un mensaje tranquilizador cuando las aguas se agitan. Es lo que se espera de un estadista y el Presidente, con su preparación académica de larga data, está calificado para ello. Por eso resulta tan difícil de entender el error de la metáfora del jarrón, el peor de sus deslices.

Habrá que insistir en algo ya dicho en estas páginas: es hora que quienes tienen altas responsabilidades -en el gobierno, en las empresas y en las organizaciones- comprendan que este es un terreno delicado, en el cual las apariencias engañan con frecuencia. Parece fácil llegar al corazón de la gente. Pero no lo es. No lo era en los tiempos en que había que usar una tribuna (o un púlpito), tener un vozarrón y ser simple en las imágenes. Lo es menos ahora, cuando todos los días vemos -en vivo, en directo y a distancias milimétricas- el brillo de los ojos, la comisura de los labios o la naturalidad de los gestos y estamos seguros (quienes están en el lado de afuera de la pantalla) de que somos capaces de leer lo más profundo del alma de quien quiere convencernos de algo, vendernos algo o, simplemente, pedirnos que le depositemos nuestra confianza.

Como es una tarea difícil y no basta con ser un buen aficionado, es de aquellas que deben asumir los especialistas.

Abraham Santibáñez

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