Editorial:

Kennedy: 40 años después.

Santiago, 23 de Noviembre de 2003

Mucha gente recuerda, con nitidez, el momento preciso en que se enteró de la muerte de John F. Kennedy.

El notable periodista Juan Luis Cebrián, director por años de El País, ha anotado que por esos días se estaba recién iniciando en el periodismo. El suyo es un doble testimonio: por una parte deja constancia del agotador, pero fascinante y excitante trabajo en un diario con motivo de una gran noticia y; por otra, del terrible golpe que fue, para su vanidad, el encontrar que las páginas en las que había trabajado tan arduamente, servían, al día siguiente, para proteger las baldosas del edificio en que vivía.

Así de importante es nuestras vidas es el periodismo. Así de fugaz.

En mi propia historia hay también una pequeña lección.

Cuarenta años atrás, entre otras cosas, me dedicaba a escribir comentarios de cine para el semanario La Voz, del arzobispado de Santiago. Lo hacía con otros periodistas de mi generación que empezaban a asomarse al mundo laboral mientras terminaban sus estudios en la Universidad de Chile: Javier Rojas, Leonardo Cáceres, entre ellos. Uno tuvo una brillante carrera en el cine junto a su maestro Patricio Kaulen, murió prematuramente en El Salvador. El otro se internó en los vericuetos pioneros de la televisión hasta el día aciago en que todo se suspendió “hasta nueva orden”, lo que en su caso incluyó un largo exilio.

El 22 de noviembre de 1963, en cumplimiento de ese noble placer de ver cine con el pretexto de escribir un comentario, estaba en el viejo cine Victoria, en Huérfanos, en el centro de la ciudad, No recuerdo la película, pero sí el titular de La Segunda, que me golpeó de inmediato, a la salida: “Murió Kennedy”. La noticia no tiene discusión, pese al misterio persistente de por qué ocurrió lo que ocurrió. Pero la lección de periodismo que siempre asocio con este titular es acerca de la propiedad del verbo “morir”. Si fuera un personaje que ha sufrido una larga enfermedad, o que tiene muchos años y mucha vida a cuestas, sí. ¿Pero cómo aplicarlo a quien cae, muy joven aun, víctima de un atentado cuando el terrorismo todavía nos parecía cosa de ficción?

Kennedy, en rigor, no murió: lo mataron. Todavía no tenemos absoluta certeza respecto del asesino (o los asesinos), pero nunca he dejado de reprochar este titular, concebido sobre la marcha, con la hora de cierre encima, cuando hay que tomar decisiones que pueden tener efectos de largo plazo en poco minutos.

A lo mejor a nadie más le ha importado. Pero, para mi, esta reflexión, que tronchó una vida, que frustró muchas esperanzas, que dejó una viuda joven y atractiva sumida en una serena tristeza con sus hijos todavía pequeños, constituye una parte muy importante de mi juventud. Se enlaza con el mito de los grandes hombres de la post-guerra: De Gaulle y Churchill. Con el Papa del Concilio, Juan XXIII, con nuestra propia realidad de un período que empezaba lleno de promesas, la “década prodigiosa” y que terminaría entre lágrimas y suspenso.

Fue apenas un titular leído en la calle, en el centro de Santiago, más de principios del siglo XX que del final que ya había empezado. Pero contuvo, por un instante, la historia completa del mundo y de Chile.

Abraham Santibáñez

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