Editorial:

Una carta personal y una nueva-vieja Constitución

Santiago, 25 de Septiembre de 2005

Sobre la carta “personal” del Presidente de la República al director del diario El Mercurio ya está todo dicho. Lo resume de manera adecuada el comentarista Carlos Peña cuando señala que “no es admisible echar mano a relaciones personales para reprochar una información periodística. El interés de una información, o su grado de veracidad, es independiente de las intenciones, de la historia, de los afectos o de las relaciones de quien la divulga. Esgrimir relaciones personales -"el conocimiento que usted y yo nos tenemos recíprocamente", como expresó el Presidente- es incompatible con la impersonalidad de las reglas que él, más que nadie, debe cuidar”.

Hay más, por cierto, pero la lección última de este episodio es que una carta enviada a un medio de comunicación difícilmente puede calificarse de “privada” o “personal”.

Recibir cartas –a veces anodinas; muchas, en otros tiempos, amenazantes y también anónimas- es parte del deber y del privilegio de quien dirige un medio, en especial un medio escrito. Decidir cuáles valen la pena es, igualmente, un desafío que nunca deja a todos contentos. Pero este tipo de decisiones, como suelo decir a los estudiantes de Periodismo, es lo que justifica el mayor sueldo de un director...

Cuando quedan apenas unos pocos meses para su alejamiento de La Moneda, el Presidente Lagos sigue exponiendo una faceta de su carácter que lo coloca en el mismo plano que todas las autoridades del mundo: su incómoda relación con la prensa y el periodismo. Sabe que los medios son precisamente eso: los intermediarios indispensables para transmitir sus realizaciones y su pensamiento a la ciudadanía. Pero olvida, aunque de seguro lo sabe, que no siempre van a coincidir en sus juicios y va a sentir muchas veces que el desconocimiento de los verdaderos antecedentes, de buena o de mala fe, conspira contra una mejor evaluación de su desempeño.

Es, tal vez, por lo mismo que se ha producido una curiosa polémica en torno al resultado de las reformas constitucionales. En Palacio se ha empezado a hablar, con complacencia, de la Constitución de 2005, contraponiéndola a la de 1980.

En nuestra opinión, si bien es cierto que se han producido cambio de fondo y se han posibilitado algunos que todavía están pendientes –el reemplazo del sistema binominal, por ejemplo- lo que tenemos desde el pasado 17 de septiembre es un texto revisado y cuyas aristas autoritarias se han suavizado. Pero hay que reconocer que subsisten el tono, el ordenamiento y la redacción, una concepción filosófica, en suma, que no son propias de una real convicción democrática.

Tenemos Constitución. El texto refundido es un buen texto. Pero sería un error creer que ya superamos el vergonzoso episodio que marcó su origen. Los pecados originales, nos dice el Catecismo, no se borran fácilmente. Y en este caso, habrá que pensar en un momento en que sea posible tener un texto enteramente nuevo, que mire sin titubeos al tema de fondo: la libertad como expresión máxima de nuestros derechos ciudadanos.

Abraham Santibáñez

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