Editorial:

A la caza del dolor ajeno

Santiago, 9 de Abril de 2006

No sé en que universidad estudiaron y si al menos existía un curso de ética, el que obviamente no cursaron o no aprobaron”. No es la primera vez que alguien se queja, como lo acaba de hacer Beatrice Cox, acerca de la falta de responsabilidad de los periodistas. En este caso, su protesta era contra quienes sacaron a la luz pública lo que ella llamó “una situación tan personal y privada”: el tratamiento, en una clínica, del alcoholismo de su hermana Pilar.

Se trata, comentó Beatrice, de un tema “doloroso”, sobre el cual “diversos entrevistados se permiten emitir juicios y ventilar situaciones, manifestando un total desconocimiento, falta de lealtad y consideración con su colega”. Quienes así actúan, agregó, “no dimensionan el daño que han causado”.

El año pasado, convocados por el tribunal Nacional de Etica y Disciplina del Colegio de Periodistas, una treintena de profesores de esta asignatura nos reunimos en Santiago para analizar el estado de nuestro quehacer. El profesor Cristian Antoine, director de la Escuela de Periodismo de la Universidad Santo Tomás, se preguntó acerca de qué enseñamos cuando enseñamos ética periodística. Su colega de la Universidad Católica de la Santísima Concepción respondió taxativamente con una ponencia bautizada, no por casualidad, “La conciencia del profesional: un primer sistema de control ético”.

Un cálculo provisorio, hecho precisamente con miras a este encuentro, mostró que hay 22 cursos de ética periodística en otras tantas escuelas universitarias que fueron las que contestaron una encuesta al respecto.

Este dato responde la primera interrogante de Beatrice Cox. Pero no la segunda: ¿Cuántos periodistas aprobaron los cursos correspondientes? La verdad es que no se habrían titulado si hubieran dejado pendiente alguna asignatura. Por lo tanto, la respuesta debería ser que todos los periodistas a los cuales acusa, estudiaron Ética y aprobaron. Pero ¿son periodistas? Como se sabe, en Chile no se exige ser periodista para desempeñar funciones informativas. No es un invento de los Chicago boys como creen algunos. Es una aplicación concreta de la libertad de expresión, que se empezó a acuñar en 1789, con la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano y que mucho más tarde, en 1948, se reafirmó en París, con la Declaración Universal de Derechos Humanos. No sólo no se pueden poner límites al derecho de toda persona a recibir, recabar y difundir información. Tampoco se puede obligar a nadie a integrar una asociación. En otras palabras: no existe la colegiación obligatoria.

Estos resquicios han hecho posible una competencia desigual y desleal, ya que muchas veces el criterio que prima no es el de la excelencia profesional sino el de la capacidad de generar rating, sintonía o mayor tiraje.

Pero, en rigor, ni siquiera esta despiadada lucha por el favor del público puede justificar la invasión en el sufrimiento de una familia.

Es el caso de la adicción de Pilar Cox.

Abraham Santibáñez

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