Editorial:

Fugitivo de la justicia de este mundo

Santiago, domingo 17 de Diciembre de 2006

El ciudadano Augusto Pinochet Ugarte estaba a punto de comparecer ante la justicia por el caso del sacerdote español Antonio Llidó. Como ya dijo una vez, era de presumir que, si sabía algo, lo habría olvidado. Pero que sabía, sabía.

Cuando dos prominentes religiosos le preguntaron por Llidó, según su testimonio, respondió –ramplonamente- que no era un sacerdote, sino un extremista.

El calificativo es discutible, desde luego. Pero el hecho real es que, en ese momento, Pinochet sabía. Y si no sabía, nunca hizo un esfuerzo por averiguar donde estaba Llidó. Tampoco se preocupó de salvarle la vida.

El infarto al miocardio logró que se le levantara de inmediato el arresto domiciliario por este caso, el último de la larga serie de acusaciones por las cuales nunca fue condenado en los tribunales chilenos, pero que construyeron un contundente legajo. Su muerte, el 10 de diciembre, puso en marcha el proceso de sobreseimiento de todas las causas en su contra. Para sus partidarios, esta incompleta verdad judicial es más que suficiente. En ella basan su rechazo a quienes creemos que Pinochet fue el principal responsable de las violaciones a los derechos humanos que se cometieron durante su gobierno. Por ello su nieto, luciendo el uniforme de capitán de Ejército, se atrevió a denostar a los jueces que lo enjuiciaron.

Lo que deliberadamente se ha olvidado en este vendaval de pasiones, es que la tardía acción de la justicia se produjo porque primero hubo un autoperdón (la amnistía), después un bloqueo de toda investigación en la Cámara, que se complementó con el desafío sin tapujos de que si tocaban a uno solo de los hombres de Pinochet se acababa el estado de Derecho. Durante toda la última década del siglo XX no hubo posibilidad alguna de que los tribunales se pronunciaran, ya que el propio Comandante en Jefe del Ejército, hasta 1998, se encargó de dar las señales de que sus palabras no eran simples amenazas que se podía llevar el viento (el ejercicio de enlace y el “boinazo” solo fueron su cabal ratificación). Más tarde, cuando ocurrió lo de Londres, que pudo no haber ocurrido si Pinochet hubiera escuchado el mejor consejo de sus amigos y, muy especialmente, de los representantes concertacionistas, la situación se revirtió solo a medias. Por una parte, la defensa extremó todos los recursos posibles, demorando y alargando los procesos. Y cuando ello dejó de tener efecto, su defensa optó por el mecanismo de la salud deteriorada, tanto en lo físico como en lo mental.

Poco habría que decir al respecto, si no fuera por el testimonio de amigos y admiradores que, tras el funeral del ex-dictador, han insistido en su lucidez. Lo más sintomático fue el emotivo discurso con que agradeció el festejo de su último cumpleaños a un grupo de amigos en el Club de la Unión de El Golf.

Su salud física no estaba bien: no era el atleta que aparecía en las imágenes de sus años en La Moneda. Pero tampoco estaba confinado a una silla de ruedas como llegó a Santiago luego de su liberación en Londres. El Pinochet desafiante, que entonces caminó con paso seguro y levantó su bastón en señal de victoria, era el verdadero, el auténtico Pinochet. El que debió responder, como cualquier ciudadano, ante la justicia. En vez de ello, como tituló el diario francés Liberation, logró “fugarse” a tiempo

Abraham Santibáñez

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