Una oportunidad ética perdida

Hace un par de años, como parte de un programa conjunto con la Fundación Mustakis, la Universidad Diego Portales invitó a un grupo variopinto a participar en un seminario sobre ética con un experto invitado de alto nivel. Se tomó contacto con empresarios, personas ligadas a organizaciones no gubernamentales y autoridades.

No mostraron entusiasmo. Las respuestas fueron pocas, insuficientes para concretar la iniciativa. El tema, sin embargo, es de la mayor relevancia. Lo hemos comprobado dramáticamente en los últimos días.

Un encuentro como el que se quiso organizar no habría evitado todos los escándalos, pero habría ayudado a impedir algunos y a reaccionar a tiempo cuando el torbellino recién comenzaba. La conciencia ética, la responsabilidad frente a los demás es el credo básico del Dr. Rushworth Kidder, periodista y profesor, quien iba a dictar ese frustrado encuentro. Hace apenas un par de años, los orgullosos chilenos creíamos que esas cosas no pasaban aquí, que la corrupción no nos tocaría y nos daba pena lo que veíamos más allá de nuestras fronteras. Estábamos convencidos que no necesitábamos hacer cursos de probidad ni prepararnos para enfrentar la debilidad humana en un mundo tecnificado.

Casi simultáneamente con el Dr. Kidder, otro experto norteamericano nos alertó acerca de los múltiples efectos -muchos no previstos ni deseados- de las nuevas tecnologías, especialmente en torno de la revolución basada en la convergencia digital. El Dr. Thomas Cooper se ha preocupado de lo que considera una "aceleración de efectos". Equipos más pequeños, miniaturizados hasta la casi total invisibilidad; programas denominados como "agentes físicos inteligentes", capaces de organizar "coreografías" inéditas con programas ya existentes y que proporcionan servicios nuevos, también generan nuevas dudas y conflictos éticos.

Era de suponer que, a partir de esta comprobación elemental, habría muchos líderes de opinión interesados en saber más y en participar en la reflexión. No ocurrió así. Se perdió, de este modo, una espléndida oportunidad. Hasta hoy tengo la impresión de que importantes sectores de nuestra sociedad prefieren esconder la cabeza frente a estos complejos desafíos. Se dejan envolver por la magia fácil de la entretención envasada, que llega a través de la televisión, el cine o el computador on-line. Se olvidan de que cada paso adelante, como todo progreso, implica también nuevos riesgos. Los nuevos medios desarrollados a partir de la revolución de las comunicaciones, obligan a una nueva alfabetización. La tentación de una secretaria que cree que el computador de su jefe la pone a resguardo de miradas indiscretas refleja, por supuesto, una debilidad moral, pero también revela una grave falta de conocimientos. Es la maldición de quienes creen que las operaciones en línea no dejan huellas...

En toda la dramática serie de acontecimientos de los últimos meses, nada supera, sin embargo, a lo ocurrido con Inverlink. Es el símbolo de una casta que creció al amparo de una nueva moral (mejor dicho, de ninguna), en la cual todo vale, lo que importa son los resultados, los que se exhiben sin pudor y se proclaman a voz en cuello para que el resto de los mortales sepan lo inteligentes, afortunados y audaces que somos.

El mensaje es claro: en este mundo plagado de tentaciones, hay que reforzar los valores. Hacerlos presentes, obligarnos a reflexionar sobre ellos es la tarea que se propusieron académicos como los doctores Kidder y Cooper y quienes han trabajado con ellos. Sólo hace falta un público que esté dispuesto a escuchar y a hacer su propio aporte. Lo primero, sin duda, es dejar de lado la soberbia.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas el sábado 15 de marzo de 2003

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