Presentación del libro “Entre el horror y la esperanza. A 30 años del golpe”.

Bajo el sello edebé, Editorial Don Bosco S.A. se presentó a fines de septiembre el libro “Entre el horror y la esperanza. A 30 años del golpe”, del periodista Abraham Santibáñez. Además de un texto del autor, incluye una selección de materiales ya publicados, que van desde el Bando N° 5 de la Junta Militar cuando asumió el poder, hasta el discurso de Clodomiro Almeyda en el funeral oficial del Presidente Salvador Allende.

En la ceremonia realizada en el auditórium de la Telefónica, en Santiago, participaron el periodista Emilio Filippi, el ex ministro Enrique Correa, el director de edebé, Carlos Romero y el propio autor.

El siguiente es el texto de Santibáñez:

Soy de aquellas generaciones que aprendieron en la Universidad que el periodista nunca debe ser noticia.

Con el paso del tiempo me he sentido cada vez más tentado de infringir esta norma. Debe ser por tanto joven que se convierte –simultáneamente- en periodista y en protagonista de ella. O, a lo mejor, porque con la acumulación de experiencias, es decir, años, uno siente que hay algo que vale la pena contar y comunicar, a veces al precio de la violación de su propia intimidad.

Como verán en este libro, he incluido en él más de alguna auto-referencia. No muchas, pero más que las que eran recomendables hace casi medio siglo, cuando estudiaba periodismo en una apacible calle ñuñoína llamada Los Aromos, a un costado de un lugar no menos apacible en esos años que era el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile...

No es esta la primera vez que estoy en una ceremonia de lanzamiento de un libro mío. Me han editado más libros de los que merezco. Pero son menos de los que quisiera.

Además, aunque mis hijos niegan ser los autores de tan ingeniosa frase, fueron ellos los que me definieron magistralmente una vez como autor, no de best-sellers, sino de worst sellers. En realidad, mis únicos éxitos verdaderamente tales han sido los textos de periodismo, con los que se han alimentado generaciones de fotocopiadores, esos que pululan por nuestras universidades con la venia de nuestras autoridades académicas...

Gracias

Debo empezar por expresar mis agradecimientos.

Desde luego debo dar las gracias a quienes han tenido la gentileza de leer (quiero creer que han cumplido con este rito, no siempre indispensable) el libro. Me refiero al director de la editorial, Carlos Romero, y al editor, Patricio Varetto, y a los dos gentiles presentadores.

Con Emilio Filippi vivimos gran parte de las esperanzas, angustias y sobresaltos que he tratado de resumir en estas páginas. A Enrique Correa nunca le he agradecido lo suficiente la libertad con que me permitió actuar cuando fui designado director del diario La Nación desde su cargo de ministro Secretario General de Gobierno del Presidente Patricio Aylwin. Estar con ellos aquí, es un privilegio que debo reconocer y agradecer y lo hago con mucho gusto.

También, por supuesto, tengo que agradecer la presencia de todos ustedes, pero no quiero poner mucho énfasis en ello porque parecería que estoy terminando mis palabras y aunque sé que no debo latear, todavía debo agregar un par de cosas más.

Si quisiera definir mi actitud frente a la vida y lo que pretendo reflejar en este libro, habría que decir que me siento un “testigo”.

Como ser humano y como periodista he estado muy cerca de algunos de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo. También de algunos de los grandes personajes de nuestro país. He tenido la posibilidad de situarme en un lugar privilegiado frente a algunas de las grandes contingencias de un período en que Chile estuvo repleto de ellas.

Lonquén y Letelier

Hay dos crímenes, sin embargo, que han marcado especialmente mi visión de estos 30 años que tan profusamente hemos recordado en las últimas semanas: la muerte de catorce campesinos en las soledades de Lonquén, en 1973, y el asesinato de Orlando Letelier, en Washington, en 1976.

No conocí personalmente a ninguna de las víctimas de Lonquén. No las conocí en vida. Pero supe de ellas una tarde que de otra manera habría sido luminosa, primaveral y radiante, cuando sus restos volvieron a aparecer a la luz del día.

No es el peor crimen de la dictadura. No es el que afectó a más gente. Pero es un caso emblemático porque esos cadáveres encontrados esa tarde, hace un cuarto de siglo, fueron los primeros “detenidos aparecidos”.

Con ellos se empezó a descorrer el velo de negación y encubrimiento que se había querido tender sobre las violaciones de los derechos humanos. Pero ese hallazgo significó también el comienzo de una horrenda serie de exhumaciones y nuevos entierros, despedazamiento de cadáveres y lanzamientos al mar para ocultar las huellas que más tarde habría de frustrar buena parte del trabajo de la mesa de diálogo.

En Lonquén fui testigo. Y aunque tardé casi 25 años en volver a ese lugar, siempre me he sentido particularmente hermanado a las víctimas y a sus desolados, inconsolables parientes, igualmente víctimas de un trato cruel e inhumano.

Fui testigo y cuento esto porque quiero subrayar que el hecho de ser testigo no es fácil ni cómodo. Es apasionante, pero puede convertirse en una pesada carga, imposible de olvidar, difícil de acomodar sobre los hombros.

Por una casualidad (¿será realmente una casualidad?) apenas unos días después de haber declarado en un tribunal, en Talagante, por el caso Lonquén, viajé a comienzos de 1979 a Washington, enviado por la revista Hoy a seguir las alternativas del juicio por el crimen de Orlando Letelier.

A Orlando lo había conocido cuando era embajador, en esa misma ciudad, en 1971. No llegamos a ser amigos, pero nos conocíamos bien. La estupidez de su asesinato es algo que nunca he podido aceptar ni olvidar. Estoy convencido de que es un ejemplo clásico de lo que ocurre cuando un subordinado se excede en lo que cree el cumplimiento de su deber a fin de quedar bien con su jefe. Ha pasado muchas veces en la historia. Pasó con Pedro Joaquín Chamorro en Nicaragua, con Jesús de Galíndez en República Dominicana y el resultado es que, tarde o temprano, no sólo se impone la verdad sino que el responsable mayor termina por ser derribado.

Esta convicción de que el poder de los pretorianos que rodeaban al dictador y el poder del dictador mismo empezó a desmoronarse en septiembre de 1976 en Washington es lo que me movió a incluir el relato estremecedor que se reproduce en las páginas de este libro.

Voces de esperanza

Queridos amigos: Sería muy incompleto este recuento si solo se quedara en estos y otros horrores.

Por eso aparece aquí también ese admirable testimonio de Anita Fresno, tan cristiana ejemplar como lo fue el inolvidable “Hermano Bernardo”.

Y por eso se recuerdan también aquí, como una época que no deberíamos olvidar nunca, las jornadas del plebiscito de 1988, de la elección de 1989 y, sobre todos, del 11 y 12 de marzo de 1990, cuando un estremecimiento de puro fervor patriótico nos recorrió a todos. Cuando sentimos que recuperábamos la patria, la bandera, el himno nacional, que nos habían sido mezquinados largamente.

A Salvador Allende se le reprochaba, con razón, esa desafortunada expresión de que no era el Presidente de todos los chilenos. Pero quienes lo derrocaron brutalmente no lo hicieron mejor con su mensaje excluyente contra los “anti-patriotas”, los chilenos que no eran “bien nacidos”, para no hablar de los “humanoides” de uno y los “chascones, marihuaneros y homosexuales” de otro... Expresiones que hasta hoy, por lo que sabemos, se siguen repitiendo.

Treinta años después del apocalíptico alzamiento de las Fuerzas Armadas, el mensaje reiterado es “Nunca más”. Todos quieren, quisiéramos, lo mismo: nunca más ese odio fratricida. Nunca más esas terribles muestras de intolerancia, de rechazo frontal al pensamiento diferente. Pero, como vemos todos los días, todavía nos falta mucho: el largo silencio de 30 años, la desinformación convertida en rutina, la desconfianza cuando no el rechazo ante los periodistas y los medios, el “miedo a la libertad” de que habla Fromm parecen haberse enquistado en nuestra sociedad.

Hay que hacer algo. Alguien debe hacer algo. Y si este libro es un aporte para levantar el velo del olvido y ayudarnos a mirar con confianza el futuro, en democracia y libertad, me sentiré muy satisfecho de haber hecho una contribución a la gran tarea.

De nuevo, muchas gracias.

30 de Setiembre de 2003

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