Piratas, ladrones ¿y cómplice, usted?

Columnista invitado: Guillermo Blanco

No son los libros los piratas de esta historia. La que es pirata es la ética que hace posible el saqueo impune. Y encima de eso, rentable.

Para empezar, una imagen y dos anécdotas.

La imagen: en una acera frente a la Biblioteca Nacional, al Ministerio de Educación o en pleno centro de Providencia, se ofrecen libros-gangas. La flojera moral les llama "piratas", y así ayuda a calmar la conciencia del que compra a sabiendas o a ignorandas (pero a ignorandas culpables) de que comete un delito.

Primera anécdota: en una reunión académica un profesor protesta por la proliferación de fotocopias. ¿Es posible que en la universidad reproduzcan libros enteros birlando los derechos de autor? Los presentes lo miran atónitos. No captan la sutileza.

Segunda anécdota: un editor atiende a una profesora de lo que un día fue castellano. Pese a su empeño, dice, no logra encontrar la obra tal, que se publicó hace años. El editor escarba y descubre un ejemplar. "No quedan más", se excusa. "¡No importa!", exclama la maestra. "Lo fotocopio y lo reparto".

Igual que sus colegas universitarios, no sabía que hablaba de un delito.

Esta ignorancia culpable fomenta la "reducción", a plena luz, de especies robadas o falsificadas. Aunque a veces se venden por menos, no abaratan los libros. Los encarecen. Si los ladrones copian una obra de éxito y la venden con rebaja, hay una ficción de ahorro. Ficción, porque al sacar una nueva tirada, los editores -que no son filántropos- cobrarán para compensar la pérdida que les genera el robo.

Suben el precio, reducen el daño y paga el lector. Los falsificadores tampoco son mecenas, y recargan el suyo. Ambos precios suben. Al contraerse la clientela, el editor reduce su tirada y cada uno le sale más caro.

Imaginemos un profesor universitario que se tienta imprimir un texto. Detrás de su trabajo hay años de adquirir conocimientos y aprender a enseñarlos. Nadie le paga el tiempo que gastó en el libro. Es plata que le roba el fotocopiador, ante quien no hay defensa. Pronto aparecen profesores y alumnos que juzgan natural aprovecharse de su esfuerzo y los años que invirtió. En tales condiciones, no cualquiera publica.

La posmodernidad pone ciertas cosas patas arriba. ¿Habrá hoy alguien con ganas de que su obra se venda mucho? Un escritor con una novela a punto de aparecer decía tiempo atrás: "Que se venda, sí. Que la lean miles. Ojalá sea un éxito... limitado: Si no, van a ser los piratas los que hagan negocio, no yo". Idea implícita: escribir es un hobby. La tradición incluye el clásico diálogo: "¿Y tu hijo qué hace?". "Está escribiendo un libro". "¿Y en qué trabaja mientras?".

Para los ignorantes, un texto de estudio, una novela, un poemario, "no son trabajos". En una sociedad utilitaria, a nadie le pagan para que escriba. ¿Quién financia un hobby? Ahora, en el nuevo momento histórico que vivimos, tampoco quieren pagarle lo que ya ha escrito con -digamos- financiamiento propio.

El oficio siempre ha exigido ascetismo, y quien lo elige sabe de antemano que no va a enriquecerse. Desde que existen las letras, ellas y la pobreza son compañeras de viaje. Eso tiene su lado positivo: representa un buen colador de las vocaciones. Alguien por ahí habló de que la literatura (ajena) constituye un noble apostolado. En el sentir general, los apostolados son buenas obras para que las hagan otros.

Conclusión: en nuestro medio manda una suerte de voluntad colectiva de no rectificar este camino. Lo demuestran el apoyo a los vendedores callejeros y lo prueba la ninguna conciencia perceptible en ámbitos como el universitario, donde habría derecho a esperar, si no cultura, respeto a la de los demás. Detrás de este proceso hay una hostilidad social hacia la literatura. No se trata de culpar a tal o a cual autoridad: es ese engendro que llaman "la gente" el que tomó la decisión, y no afloja.

Se ha impuesto una nueva forma de amoralidad, tan espesa y maligna como la contaminación del medio ambiente. Los mismos que deifican la propiedad privada hacen vista gorda cuando esa propiedad se refiere al intelecto. Los mismos que cobran por su trabajo condenan a gratuidad, o casi gratuidad, el del novelista, el ensayista, el poeta.

Sería interesante plantearse qué pasaría si alguien comenzara a falsificar Coca-Cola del mismo modo en que se falsifican libros. ¿Habría compradores del producto fraudulento? ¿No se armaría un escándalo por la violación del derecho de propiedad?

No son los libros los piratas de esta historia. La que es pirata es la ética que hace posible el saqueo impune. Y encima de eso, rentable.

Publicado en La Nación, Miércoles 31 de octubre de 2007

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