Filebo y su último llamado

Columnista invitado: Enrique Ramírez Capello
Periodista

Con sus lapiceras Mont Blanc y Parker enmendaba textos, perseguía cacofonías, atajaba gazapos, rectificaba verbos extraviados y buscaba los rigores y la excelencia del castellano.

Murió con su gran pasión: la lectura. Asido al libro de su maestro Homero Bascuñán, catedrático sin escuela, sabio ajeno a los títulos. Rescató "De los días perdidos", de nuestro querido pampino. Luis Sánchez Latorre no podía morir de otra manera. Como predicaba el otro gran nortino -Andrés Sabella, también hecho de paz y amor-, vivía con su trinidad: leer, escribir, corregir. Sólo horas antes me consolaba telefónicamente por el epílogo de mi madre: Virginia Capello. Fue cálido, solidario y afectuoso.

Culto en el comentario, atento en los modales, fino en el sarcasmo. Como en 1965, cuando llegué al diario que nos unió en largo tránsito. Con sus lapiceras Mont Blanc y Parker enmendaba textos, perseguía cacofonías, atajaba gazapos, rectificaba verbos extraviados y buscaba los rigores y la excelencia del castellano culto formal. Compartimos en páginas abiertas a nostalgias, ilusiones y análisis. Y la lectura concentrada en los miniensayos de Sánchez Latorre. Entraba en el laberinto de sus verbos, buscaba la llave para abrir los misterios de sus observaciones, un abrelatas para sacar el contenido de sus ironías. A veces apelaba al diccionario, al diálogo con los amigos, a las preguntas a profesores de castellano y de filosofía.

Reía con sus sornas, cuando -¡ay!- únicamente hablaba de la solapa de un libro recién editado o de su tamaño. Confieso que, en oportunidades, yo rezaba por los dolores del autor criticado. Julio Martínez y Luis Sánchez Latorre fueron mis primeros jefes. Pasaban de las páginas de mi infancia a los escritorios cercanos. Muchos le temían a Filebo, arrancado de Platón. Los escritores, avezados o jóvenes. Los reporteros, a quienes obligaba a rehacer seis o siete veces sus crónicas.

Entonces, diarios al servicio de la inteligencia. La cultura no asustaba a los editores. Se vivía. Se consagraba. Filebo nos alentaba. Yo creía que él era capaz de demoler a quienes se extraviaban entre obviedades, ramplonerías e imitaciones. Día a día escuchaba la proclamación de su amor por Mimí Garfias, su mujer. "Única, todas", la sintetizaba. Caminatas por Huérfanos. Títulos con ingenio. O en clave. Celebramos su Premio Nacional de Periodismo. Nos orientaba. Nos imponía. Nos deleitaba. Organizó el Congreso Latinoamericano de Escritores, y llevó su palabra al Teatro Municipal y las regiones.

Desde la presidencia de la Sociedad de Escritores unió tenacidad, astucia y valentía. En horas de persecución, desamarró sus paradojas. Filebo releía a Bascuñán en su última noche, en la reconstrucción de sus amados Luis Cristián, María Eliana, Rodrigo y Patricio. El profesor Pepys nos dejó una lección de amor, humor y dolor. La trinidad que sentimos. Porque sus días, los de Homero, los de sus hijos, todos, no están perdidos.

6 de noviembre de 2007

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