No sólo una lección ética

El 17 de junio, hace dos semanas, se recordó el comienzo -en 1972- del Caso Watergate. Ese día, hace 30 años, Robert Woodward fue golpeado por el primer indicio de lo que se convertiría en un caso ejemplar en el periodismo norteamericano y mundial: en la noche anterior un grupo había sido sorprendido tratando de ingresar clandestinamente a la sede del Partido Demócrata, en el edificio Watergate. Parecía una información de rutina y de poca monta. Pero, en realidad, era apenas la punta de una hebra que llevaría, en dos años, a la caída del presidente Richard Nixon, en ese momento aspirante seguro a la reelección.

Treinta años después del comienzo de la historia, se esperaba que -finalmente- el misterioso informante que escogió el seudónimo de "Garganta profunda" saliera a la luz. No ocurrió así. Watergate, aparte de un modelo de periodismo investigativo, de un excepcional respaldo del medio a sus reporteros, es también una notable demostración de la capacidad de preservar el secreto de la fuente. Se sabe con seguridad que sólo cuatro personas conocen quién es el anónimo informante: él mismo, los dos reporteros y el editor del diario, Ben Bradlee. El compromiso es no dar a conocer el nombre hasta que "Garganta profunda" dé la autorización o haya muerto.

Para muchos chilenos todo esto puede parecer banal. Cada día hay más periodistas o seudoperiodistas que se ufanan de revelar informaciones "off the record" y, por supuesto, de sus irrupciones en la intimidad del prójimo, vengan o no al caso. A la hora del periodismo "light" y superlight, el ejemplo de Watergate, en que se juntan el golpe noticioso y la responsabilidad profesional de los reporteros y del diario para el cual trabajan, es un saludable recuerdo de los principios esenciales. El periodismo nació como un servicio a la sociedad, no como un ejercicio de lucimiento personal ni como un producto más de la sociedad de consumo. Ser periodista, en esta perspectiva, no apunta a tener "un millón de amigos", sino a enfrentar al poder cada vez que sea necesario, y ello no era fácil en Estados Unidos en plena Guerra Fría y con Richard Nixon en la Casa Blanca. Woodward y Carl Bernstein, a quien Bradlee le encomendó la tarea de respaldar a su novato compañero, hicieron un trabajo ejemplar, pero no habrían podido seguir adelante sin el vigoroso y efectivo apoyo de su jefe directo, el propio Bradlee, y de la propietaria de "The Washington Post", Katharine Graham.

Es una lección importante que durante 30 años se haya mantenido el secreto de la fuente. Pero tanto o más importante es el conjunto de lecciones que se desprenden de este caso: la seriedad del trabajo de investigación, la responsabilidad del medio, la entereza moral y, en definitiva, la convicción de estar prestando un servicio al país y al mundo. Ello no ocurre todos los días.

Con razón, Juan Luis Cebrián, fundador de "El País" y su primer director, se ha ufanado de su conocimiento y amistad con los protagonistas de esta historia, empezando por Bradlee, ahora un jubilado de 80 años de edad. Pero, aparte de coincidir con el análisis de muchos estudiosos, para este periodista español la clave sigue estando en la primera pieza que se movió en este juego: "la perspicacia y la persistencia profesional de un reportero profesional".

Publicado en el diario El Sur de Concepción el sábado 29 de junio de 2002