¿El milagro en China?

Los economistas, sobre todo cuando tienen éxito, no creen en milagros. Me lo dijo, en 1973, Antonio Delfim Netto, el padre de la recuperación económica brasileña. En Brasilia, en una reunión con periodistas chilenos, habló con entusiasmo por lo logrado bajo su batuta a partir de 1968. Evadió las respuestas acerca de los costos y dolores pero rechazó con igual energía los elogios: “No hay milagros”, reiteró. ¡Maravilhoso!

El mundo, sin embargo, cree en milagros. Hace medio siglo, la resurrección de Alemania (Federal) fue considerada un auténtico prodigio. Pese a la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, la industria germana –y con ella la economía en su conjunto- se recuperó en pocos años. ¡Wunderbar!

Hoy, como espectadores de lo que nos parece una hazaña igualmente asombrosa, los terráqueos vemos cómo China crece y crece. Podría ser otro milagro, después de siglos de guerras civiles y décadas de una feroz dictadura comunista.

Pero el verdadero milagro chino sería otro y todavía no se sabe si culminará con éxito. La pretensión es compatibilizar el crecimiento acelerado y la entrada en gloria y majestad a la modernidad con una férrea política de negación de las libertades.

No es un debate teórico. El momento crítico se aproxima. Cuando se inauguren los Juegos Olímpicos en Beijing, China quiere tener su casa ordenada.

Está haciendo un gran esfuerzo para lograrlo: inauguró un fabuloso aeropuerto, se ha empeñado en controlar la asfixiante contaminación de la capital y rechaza todo intento (supuesto o real) de “politizar” el magno encuentro. En 2001, cuando se adjudicó la sede de los juegos, el presidente del Comité Olímpico, Juan Antonio Samaranch, le pidió personalmente a, Jiang Zemin, que decretara una amnistía general. Le indicó su creencia de que beneficiaría la imagen del país “en un momento de oro”. No tuvo siquiera respuesta. La historia de los años siguientes no ha mejorado las cosas. Por ello, a estas alturas, nada garantiza la anhelada placidez durante el gran evento.

En el último tiempo se han multiplicado las manifestaciones en todo el mundo a fin de aguar la fiesta.

La denuncia más reiterada apunta al tema de los derechos humanos. El recuerdo de Tien an men, precisamente en el corazón de Beijing todavía conmueve a millones de personas. Pero el más reciente desafío es la violenta rebelión de los tibetanos, acosados por los chinos de la etnia Han que monopolizan los puestos de gobierno y manejan la economía como si fueran fuerzas de ocupación.

La reacción de Beijing ha sido implacable: en los días anteriores a Semana Santa se hablaba de cien muertos tibetanos. Al mismo tiempo, la información ha sido ferozmente reprimida. No se plantea como censura, pero cada vez cuesta más abrir los sitios de noticias de Yahoo o Google; la señal de la CNN se pierde (“misteriosamente”, acotó un corresponsal) cuando informa de los sucesos en Lhasa, la capital tibetana.

Según un reportaje en terreno de The New York Times, la contaminación -uno de los peores flagelos de la acelerada modernización china junto con los sueldos escandalosamente bajos de los trabajadores- también llegó a las alturas del Tíbet. La sensación resultante es de menosprecio. “Nos miran mal, nos encuentran flojos”, dijo un tibetano a Howard W. French, reportero del diario neoyorkino.

Que China logre el milagro de acallar esta rebelión y otras protestas, está por verse. Ya sabemos que los economistas no creen en prodigios. Pero los políticos sí. Y unos Juegos Olímpicos tranquilos en China lo serían realmente.

20 de marzo de 2008

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