La ética con ojos de niño.

Aunque todo el mundo habla de la necesidad de reforzar la conciencia ética, no existe unanimidad en cuanto a la forma de hacerlo. Personalmente, conforme la experiencia acumulada y muy especialmente el trabajo con diversos especialistas como el doctor norteamericano Rushworth Kidder, la clave –como en otras disciplinas- está en el estudio de casos.

En los últimos días ha habido abundancia de casos. Pero pocos, sin duda, ilustran tan claramente el verdadero problema que enfrentamos los chilenos como el doble discurso del propietario de un garage donde se hace la conversión de automóviles de bencina a gas. En público, frente a las cámaras de Televisión Nacional, su mensaje fue claro e inobjetable. En privado, en cambio, sin saber que estaba siendo registrado con una cámara oculta, dijo la cruda la verdad: hay cosas que se hacen, aunque no se deben hacer...

Kidder, un “gringo” con inequívoca apariencia de gringo, sonrisa algo infantil y piel que el sol chileno enrojece rápidamente cada vez que nos visita, lo pone de manera candorosa: “En caso de duda, vale la pena preguntarse qué diría mi mamá si me viera...

Muchas mamás, incluso algunas culpables de graves delitos, enfrentadas a una pregunta infantil, siempre (seamos realistas: casi siempre) van a dar la respuesta correcta. Para los creyentes es la moral natural. Para quienes no lo son, es el lado bueno, grabado en el disco duro de todo ser humano, de nuestra naturaleza.

No demos nombres, pero pensemos en todas esas madres que en estos días deben haberse estremecido ante lo que han sabido de sus hijos. Ellas serían, seguramente, las primeras interesadas en que en nuestra sociedad, en nuestros establecimientos educacionales pero, sobre todo, en el seno de nuestras familias, pudieran quedar bien establecidos ciertos principios básicos de convivencia y respeto.

A veces se trata de conceptos simples. Un trabajo bien hecho habría impedido la horrorosa muerte de un conductor y un trabajador en una bencinera en Vitacura. Otras veces es la capacidad de mínima reflexión ante una disyuntiva: una ganancia legítima puede significar riesgos innecesarios, como ocurrió cuando un bus “voló” sobre un parapeto del Mapocho; la entretención que dejó de ser tal (el hilo “curado” de los volantines) y se transformó en arma mortal; la urgencia periodística sin contrapesos, que soslaya la necesaria reflexión antes de dar un golpe exclusivo en el altar del rating...

La excusa esgrimida por quienes no cumplen algunas normas (sanitarias, pago de impuestos, revisiones técnicas, etc.) es invariablemente la misma: “Tenemos que ganarnos la vida honradamente. ¿Qué quieren? ¿Qué nos convirtamos en delincuentes?”, Se parte, sin embargo, de una premisa falsa que la invalida: se olvida que la honradez no consiste solamente en no robar. También incluye –en estos casos- cumplir con la ley, pagar impuestos, no comerciar con productos robados, etc.

El peor efecto de todas estas cotidianas transgresiones –algunas más graves que otras, desde luego- es que finalmente se genera una reacción que termina por imponer leyes y regulaciones cada vez más restrictivas.

Y no hablamos de automóviles que estallan ni de alimentos peligrosos. Es la salud espiritual la que se pone en riesgo con tanto exceso, especialmente con tanta invasión indebida en la vida privada. ¿El resultado? Pronto tendremos remedios peores que la enfermedad, normas más restrictivas de la libertad de expresión. Y muchos las aplaudirán con entusiasmo.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Noviembre de 2003

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