El precio de la modernización.

La modernización –entendida como participación, transparencia, renovación de procedimientos y también de equipos- no es tarea fácil. Habría que agregar que, como en muchas empresas humanas, también se necesita suerte. Hay dos ejemplos notorios de todo esto en el último tiempo: el Ejército y la empresa de Ferrocarriles.

En el caso de ferrocarriles, el gigantesco esfuerzo por recuperarlos del estancamiento de varias décadas de postergación contó con la acogida entusiasta de un gran sector del público. No fue solo la nostálgica tercera edad la que se entusiasmó con el retorno de los trenes. Muchos jóvenes lo vieron como un símbolo de muchas aspiraciones, incluyendo el combate contra la contaminación. Pero, desde el trágico accidente de la joven estudiante de Medicina Daniela García, que perdió las extremidades por culpa de la deficiente mantención de los equipos, una y otra vez la empresa ha debido encarar problemas.

Ha habido mala suerte, pero también ha faltado más inversión.

Es claro, por otra parte, que “lo mejor es enemigo de lo bueno”, como dice la sabiduría popular. Tal vez de haber esperado las condiciones perfectas para echar a andar de nuevo el transporte de pasajeros por tren hubiese significado el fracaso de la iniciativa.

En el caso de Ferrocarriles la situación se podía poner en la balanza. Podía, incluso, esperar. No así en el Ejército. Como se dice ahora, la renovación profunda era “sí o sí”. No sólo porque era necesario reintegrarlo a la tradición democrática, sino también porque la compleja revolución del último cuarto del siglo XX provocó cambios políticos, sociales, tecnológicos e internacionales que había que asumir.

La tarea era, por supuesto, infinitamente más compleja que la modernización de ferrocarriles o la reingeniería de cualquier empresa. Por algo se habla de “la familia militar”, que tiene sus propios códigos, sus tradiciones, su estilo. Una parte importante de todo ello debía ser revisado y así se ha ido haciendo. Pero es evidente que cuesta mucho cambiar los viejos hábitos. Todavía hay quienes creen que es preferible tratar de ocultar un error –como se vio en la Antártica- que enfrentar sus consecuencias, aunque sea al precio de vidas humanas y no simples pérdidas materiales.

También, hay que reconocerlo, ha faltado ese elemento que Napoleón consideraba indispensable en un general: la buena suerte. Aquí ha sido al revés. El cargo de comandante en Jefe del Ejército, excepción hecha del general Pinochet que es otra historia, ha terminado mal en los últimos 40 años.

Terminó trágicamente para los generales René Schneider y Carlos Prats. No terminó bien para el general Ricardo Izurieta quien debió enfrentar la azarosa detención de Pinochet en Londres. Y ahora, cuando todo parecía encaminado para un final más auspicioso, el general Juan Emilio Cheyre ha debido encarar el dolor y la muerte de conscriptos y oficiales que nunca debieron morir, primero en Antuco y luego en la Antártica.

En ambos casos, la modernización de la que se alardeaba, mostró sus graves insuficiencias. Lo peor: desde el comienzo, ni en Antuco ni en la Antártica, hubo toda la transparencia que los chilenos teníamos derecho a esperar en un Ejército y un mando verdaderamente modernos. En Ferrocarriles, en cambio, aunque la suerte sigue siendo esquiva, esta parte de la lección parece haber sido aprendida.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas el 23 de Febrero de 2006

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