El duro reconocimiento de un error

Este podría ser un típico ejercicio de un curso de Etica periodística. Usted es el responsable máximo de un diario de prestigio mundial, que ha construido su reputación a lo largo del tiempo con un reporteo cuidadoso, chequeo minucioso de datos y redacción fluida, fácil de entender, pero siempre rigurosa. Por su calidad, su labor ha sido reconocida con los más altos premios de la profesión, nacionales e internacionales. Esta imagen, sin embargo, se ha visto enturbiada por un hecho inquietante: su diario se embarcó en lo que hoy se sabe era solamente una campaña publicitaria del gobierno de su país. Creyó en la información interesada que le entregaron fuentes parciales –incluso pagadas- en las cuales confiaron usted y sus editores y reporteros. De este modo, sin quererlo, se hicieron cómplices de un gigantesco fraude.

Después de un año de creciente toma de conciencia del problema, usted está convencido de que el trabajo de su diario no fue suficientemente riguroso y se pregunta si el público al cual usted se ha comprometido a servir “leal, veraz y oportunamente”, merece o no una explicación.

En los últimos días, en las oficinas de The New York Times este, que podría parecer un ejercicio imaginario, se convirtió en dolorosa realidad. El miércoles pasado el diario publicó en su página A 10 un artículo “De parte de los editores” en que reconoció errores e hizo una severa autocrítica a su cobertura de Irak en el período previo a la invasión norteamericana.

En el mundo entero –no solo en Chile- no hay constancia de un caso similar. Muchas publicaciones rectifican de manera habitual los errores en que pueden incurrir en determinadas informaciones, pero no había pasado, como acaba de ocurrir en este caso, que se haga un mea culpa tan amplio, que incluya el desempeño de tantos periodistas por tanto tiempo: hubo editores, señaló el diario, “en diferentes niveles, que deberían haber presionado a los reporteros para que fueran menos confiados con sus fuentes” pero que, en cambio, “parecían más ansiosos por apresurarse a dar golpes noticiosos”. En otras palabras: no mostraron preocupación por contrastar las afirmaciones de los adversarios de Saddam Hussein con el deseo de poner fin a su régimen.

Según la agencia Associated Press, los comentaristas de medios –generalmente en publicaciones académicas o profesionales- habían estado cuestionando desde hacía meses el trabajo de este y de otros diarios norteamericanos. El propio New York Times lo reconoce, pero explica que primero se dedicó a investigar los errores de las agencias oficiales acerca de “las armas iraquíes y de las posibles conexiones con el terrorismo internacional” que hicieron posible la guerra. Solo más tarde sintieron que era “hora de hacer lo mismo dirigiendo el foco hacia nosotros”.

El doloroso autoexamen, que en algunos casos entra en el máximo detalle posible, concluye con una afirmación solemne:

Consideramos que la historia de las armas de Irak y el patrón de desinformación no ha concluido. Y nos proponemos continuar implacablemente con nuestro reporteo a fin de poner la verdad en su lugar”.

Si fuera un simple ejercicio académico: ¿habría hecho usted lo mismo? Y algo que recién sale a luz: ¿qué hacer cuando las presiones desde el gobierno se justifican en nombre de los intereses superiores de la patria?

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Mayo de 2004

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