Verdades periodísticas

Formados en universidades “rigurosamente vigiladas” e iniciados profesionalmente en un marco de duras y prolongadas restricciones, para los periodistas de varias generaciones –muchos de ellos actualmente en cargos directivos- la libertad de prensa llegó a ser, más que un ideal , una obsesión.

Bajo el régimen militar aprendieron más sobre las restricciones de la legislación (blanco contra el cual había que combatir sin tregua), que acerca de las responsabilidades éticas porque se sabían sin espacio para la libertad de conciencia.

Lo anterior explica, según me parece, la fascinación del mensaje reiterado en algunos debates recientes y explícitamente planteado por la defensa de Canal 13 frente a la querella del senador Jovino Novoa: los periodistas y los medios no tienen obligación de buscar la verdad.

El canal –conforme la versión del diario La Segunda- recuerda en primer lugar que el senador culpa a la estación por trasmitir la entrevista a Gemita Bueno y hacerlo sin poner en duda su verosimilitud. Asegura luego –y este es el nudo de su argumentación- que "no compete a un medio de comunicación social, como es la prensa o la televisión, asegurarse que los hechos que se difundan sean verdaderos (...) Si sólo pudiesen difundir las noticias previamente verificadas como ciertas, la libertad de prensa no podría existir ni menos en el mundo moderno”.

Por deformación personal el punto me parece fascinante. Es una afirmación que se repite con insistencia en estos días. Uno de los más tenaces defensores de esta idea, el académico Carlos Peña, ya la planteó a fines del año pasado en la revista Qué Pasa. Escribió entonces lo que muchos periodistas –todos, probablemente- comparten: “Los periodistas escriben noticias, alimentan el debate en la urgencia del día a día, y a veces, claro está, se equivocan. Pero esas equivocaciones son el precio que pagamos por tener al "poder público en público" y contar con un mercado libre de ideas”. Donde nacen los desacuerdos, a mi modo de ver, es al momento de encontrar un límite para las ”equivocaciones” que puede tolerar el lector, auditor o tele-espectador sin que se sature o, por lo menos, pierda la confianza en el medio. Muchos errores terminan por erosionar la buena relación entre el medio y el “cliente”.

Desde un punto de vista meramente práctico (o, si se quiere, del “negocio”) sabemos que a nadie le gusta comprar productos con fallas reiteradas. No es novedad insistir en que el gran capital de todo medio de comunicación es su credibilidad.

Pero hay también quienes creen –con una visión menos “práctica”- que la motivación ética es más profunda y de alcance mayor. Quien mejor lo ha dicho, a mi modo de ver, es el Papa Juan Pablo II:

No se puede escribir o emitir sólo en función del índice de audiencia, a despecho de servicios verdaderamente formativos. Ni tampoco se puede recurrir al derecho indiscriminado de información, sin tener en cuenta los demás derechos de la persona. No hay libertad, incluida la libertad de expresión, que sea absoluta: en efecto, ésta está limitada por el deber de respetar la dignidad y la libertad legítima de los demás. No hay nada, por fascinante que sea, que pueda escribirse, realizarse o emitirse en perjuicio de la verdad. Y no sólo me refiero a la verdad de los hechos, sino también a la verdad del hombre, a la dignidad de la persona humana en todas sus dimensiones”.

Para mí, por lo menos, con estas sabias palabras, el debate está cerrado, o casi. Se las recomiendo a los abogados, en especial los de Canal 13.

Volver al Índice