El voto por la culata.

Hasta el jueves 11 de marzo, el triunfo parecía razonablemente seguro para Mariano Rajoy como sucesor de José María Aznar. Una encuesta de El País, mostraba que la mayoría creía que Rajoy se impondría por casi los dos tercios (65,7 por ciento) de los votos. Pero, según ese mismo sondeo, a pesar de sentirse derrotados de antemano, los ciudadanos que preferían que ganara el PSOE con José Luis Rodríguez Zapatero (37,6 por ciento) superaban a los que favorecían a Rajoy (33,8 por ciento).

Estaba claro, sin embargo, que nadie creía que se pudiera dar vuelta el pronóstico. Sólo un acontecimiento impensado podía impedir lo que, en rigor, se consideraba un último triunfo de Aznar. Pero finalmente ocurrió lo que ocurrió: a las 7:39 de la mañana del jueves 11, se inició en Madrid la mortal serie de explosiones de trece mochilas cargadas con entre ocho y diez kilos de explosivos. Tuvieron un costo múltiples: más de 200 muertos y más de mil 500 heridos y, en el terreno político, significaron una inesperada derrota oficialista..

El gobierno comprendió rápidamente que la acción terrorista tendría un negativo efecto político. Cualquiera fuera el responsable de los atentados, era obvio que planteaba un desafío a su autoridad. Si era mala una actuación de la banda terrorista ETA, peor resultaba que el responsable fuera otro, sobre todo un grupo internacional como Al-Qaeda. Lo primero indicaría un pobre desempeño en materia de seguridad interior. Lo segundo, además, se relacionaría inevitablemente con la decisión de involucrarse en el avispero de Irak al alinear tropas españolas al lado de norteamericanos y británicos..

Nunca se sabrá qué habría pasado si el gobierno simplemente se hubiera resignado a enfrentar la hostilidad de un electorado indignado. En vez de aguantar el chaparrón, tomó la peor decisión posible: pese a sus explicaciones posteriores, está claro que trató de ocultar lo que sabía y se empeñó en arrastrar al periodismo a su lado en una descarada operación de desinformación. A Martine Silver, corresponsal de Le Monde en Madrid la llamó “una funcionaria muy amable de la secretaría del Portavoz del Gobierno” a las tres de la tarde del mismo jueves 11, para decirle “que el crimen era de la ETA”. En una conferencia de prensa, también esa tarde, el ministro del Interior Angel Acebes insistió en que no cabía duda de que era obra de la ETA. Denunció la versión de una posible responsabilidad de Al-Qaeda como “un miserable intento de confundir al público”.

A algunos directores de medios, como Antonio Franco, editor de El Periódico, los llamó el propio Aznar, para decirles lo mismo. Más tarde, en una nota de disculpas a sus lectores, Franco explicó que no era capaz de imaginar siquiera que el jefe del gobierno fuera a mentirle deliberadamente. Pero así había sido.

En tiempos de celulares e Internet, incluso cuando los medios caen en el engaño, el público es capaz de encontrar la verdad. En este caso, además, hubo apoyos importantes. La oposición socialista había recibido un trascendido policial acerca de los reales responsables de los atentados.

Cuando, finalmente, el gobierno comprendió que no era buen negocio seguir en la línea de la desinformación, ya era tarde. El daño estaba hecho. Mariano Rajoy perdió y el triunfador fueron el PSOE y su abanderado, José Luis Rodríguez Zapatero.

En España, ese domingo de elecciones, el tiro –tal vez innecesario- salió por la culata.

Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas en Marzo de 2004

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