La lección del zapatero.

Cuando desembarcamos en Portugal, Ana María notó que la suela de sus flamantes sandalias representaban un peligro en las calles, callecitas y paseos peatonales de Lisboa. Se le ocurrió, como lo habría hecho en Chile, que la solución era ir a un zapatero y pedirle que les adosara una tapilla o un refuerzo de goma, para convertirlas en sandalias antideslizantes.

El problema, de tan fácil solución, resultó más complicado. Lo primero, claro, es el idioma. En portugués un zapato no es un zapato sino un “sapato” y por lo tanto un zapatero es un “sapatero”. Lo difícil, en realidad, fue encontrar uno. En la Europa comunitaria se está imponiendo, pese a las diferencias económicas –enormes a veces entre los distintos países- la mentalidad de lo desechable. De este modo, las artesanía vinculadas al hogar (costureras, vulcanizaciones y por supuesto, zapateros) desaparecen ante el avance de los supermercados o los negocios especializados.

Finalmente, en el hotel donde alojábamos, nos dieron el dato: “A la salida de la estación Sete Ríos (del metro), encontrará un zapatero”. Allá fuimos. Es un centro donde salen las líneas que van a la periferia de Lisboa. Pero, en medio de enormes edificios residenciales, no se veía nada parecido a un taller artesanal. Hasta que en un negocio, donde atendía una señora de edad más que mediana, logramos la información precisa: “Si, al final de esta misma calle”.

El zapatero estaba, en efecto, ahí mismo, como escondido en medio de la modernidad, casi invisible desde fuera. Su taller era como una vuelta al pasado, a los años cincuenta, por lo menos. Era un recinto apenas iluminado, con mesones repletos de calzado de todos los modelos imaginables y estantes con trozos de cuero y las herramientas propias del oficio. Costaba dar, en ese amplio y confuso despliegue, con el zapatero remendón, pero ahí estaba: viejo, como de cuento, provisto de un mandil de cuero y un pequeño yunque.

No fue obsequioso. Tampoco descortés. Simplemente escuchó la petición de Ana María. Dio señales de haber entendido nuestro improvisado portugués y luego se embarcó en un discurso inesperado: “Sí. Puedo arreglarle sus zapatos, señora. Pero no lo puedo hacer de inmediato. Necesito tiempo...

Fue un duro golpe. Nosotros seguíamos viaje al día siguiente. La velocidad de los transportes modernos, las urgencias de la globalización, la postmodernidad, todo parecía haber quedado al lado de afuera del taller de nuestro remendón.

Es que...”, intentamos a coro, en un portugués cada vez más refinado, más cuidadoso.

No, señores. Ustedes no entienden”, fue la réplica definitiva. Nuestro artesano no había oído hablar, según parece, de la “gotita” ni de los “pegamentos instantáneos”. “Mi trabajo, insistió, es un buen trabajo. Para que las suelas no se despeguen, hay que darle tiempo a los pegamentos. Vuelvan mañana si quieren. Yo no puedo hacerlo sin tiempo”.

Ana María no estaba contenta. Claro, ella necesitaba ahora sus sandalias. Pero en definitiva entendimos que en la vorágine de los nuevos tiempos, la única garantía de que no nos arrastraremos como hojas barridas por el viento es que las personas –profesionales y artesanos- se convenzan de la importancia de un trabajo bien hecho.

Nos habría gustado volver. Pero no pudimos. Los aviones no esperan.

Octubre de 2004

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