Lonquén: recuerdos de una tragedia
En lo personal, el Caso Lonquén no solo significó la confirmación de que había detenidos desaparecidos en Chile. También marcó una huella profunda en mi memoria. En los últimos días, la detención en el Cerro Las Mercedes de Valparaíso del mayor de Carabineros en retiro Lautaro Castro reencendió mis recuerdos. Castro era teniente a fines de 1973 y estaba a cargo de la tenencia de Isla de Maipo cuyos funcionarios detuvieron, dieron muerte e intentaron hacer desaparecer a un grupo de campesinos de la zona en los hornos abandonados de Lonquén. Es probable que haya historias de detenidos desaparecidos más absurdas o más dolorosas. Como la muerte del periodista Carlos Berger, sacado de la cárcel de Calama cuando prácticamente ya había cumplido la condena dictada por un tribunal militar, para ser asesinado por la Caravana de la Muerte. Más tarde se realizaron tortuosos operativos para tratar de hacer creer que las víctimas habían protagonizado enfrentamientos entre ellas en Brasil y Argentina (Operación Colombo). También se quiso hacer aparecer como enfrentamientos los asesinatos a mansalva de personas ya detenidas (Operación Albania). Pero antes, mucho antes, fue Lonquén. Fue un episodio en que se mezclaron la torpeza (de algunos uniformados) y el deseo de venganza (de algunos propietarios agrícolas tras sus angustias durante la Unidad Popular). Fue un acontecimiento de otros tiempos y otros escenarios, un caso de brutalidad rural ocurrido a menos de 40 kilómetros de la Plaza de Armas de Santiago y que solo se conoció cinco años después. Entonces habló un testigo cuya conciencia no le permitió continuar callando. En las décadas siguientes hubo otros casos. Pero este fue el primero. En 1978, unos días después de la denuncia amparada en el secreto de confesión, me encontré involucrado en este capítulo de la historia más oscura de las violaciones de los derechos humanos en Chile. Habíamos sido convocados por la Vicaría de la Solidaridad dos periodistas y un abogado especializado en derechos humanos: Jaime Martínez Williams, de Qué Pasa; el autor de este comentario, subdirector entonces de la revista HOY, y el abogado Máximo Pacheco Gómez, quien más tarde sería embajador de Chile en El Vaticano. Luego de una breve explicación en las oficinas de la Vicaría, en la Plaza de Armas, partimos a verificar la denuncia. Era un día caluroso de noviembre. Como suele ocurrir en estos casos, buena parte de la jornada transcurrió en espera. Un grupo de seminaristas se encargó de excavar en el lugar donde, según la denuncia, se habían sepultado los cuerpos. Primero se intentó abrir una entrada por la parte superior de los hornos. Pronto, sin embargo, se descubrió que esa boca había sido sellada con una capa de concreto. Fue necesario reempezar, esta vez por abajo, por una pequeña puerta de fierro de lo que fue el fogón del horno. Fue más fácil, pero más espeluznante. Pronto aparecieron restos humanos: trozos de cráneos amarillentos, con huellas de cuero cabelludo; pelos sueltos, negros; ropas desgarradas en las que se reconocía un blue jeans, un chaleco de hombre, todos apenas retenidos por alguna armazón metálica. Las víctimas habían sido detenidas el 7 de octubre de 1973. Sus edades fluctuaban entre los 17 y 51 años. Nunca fueron juzgados. Sus cadáveres nunca fueron devueltos a sus familias. A los autores se les aplicó sumariamente la Ley de Amnistía. Hasta que se reabrió el proceso. Y se dictó una orden de detención contra el jefe de la Tenencia. Lautaro Castro, ahora mayor en retiro, finalmente ha sido detenido.
29 de junio de 2007 |