El retorno de un fantasma
Durante las cuatro décadas de la Guerra Fría, aunque parezca contradictorio, hubo muchos momentos candentes. Berlín y La Habana fueron reiteradamente el epicentro de los más quemantes. En los años 60, el termómetro estuvo a punto de estallar por el descubrimiento de los cohetes soviéticos en Cuba y las tensiones que culminaron con la construcción del Muro de Berlín. Pero hubo otras, que pueden calificarse de rutinarias. El mecanismo era casi siempre el mismo. Cuando el ambiente se tornaba irrespirable, alguna de las potencias incluyendo cualquiera de las dos superpotencias- expulsaba a un diplomático acusándolo de espía. Se originaba así una seguidilla. La cantidad de los expulsados, sumada a su categoría en la diplomacia, ayudaba a medir con cierta precisión la gravedad del problema. Eso explica el alivio que produjo el Presidente ruso, Vladimir Putin, cuando decretó que los problemas con Gran Bretaña eran apenas una mini-crisis. Aunque el episodio partió con un truculento asesinato, Putin disipó el temor al resurgimiento de la Guerra Fría. Su fantasma, sin embargo, sigue rondando. La crisis, o mini-crisis, partió con la muerte de Alexander Litvinenko, en noviembre del año pasado. Litvinenko, que trabajó en el nuevo KGB (FSB: Servicio Federal de Seguridad), se convirtió en un duro crítico de Putin tras huir a Gran Bretaña el 2000. En sus graves acusaciones responsabilizó al Presidente ruso de la muerte de la periodista Anna Politkovskaya, asesinada en la puerta de su casa. También dijo que el gobernante ruso estaba aplicando los mismos procedimientos gangsteriles contra los disidentes, sin importar el número de víctimas. Litvinenko enfermó repentinamente hace un año. Murió en un hospital de Londres el 23 de noviembre de 2006. La autopsia reveló que había ingerido Plutonio 210, un radioisótopo radiactivo. Como resultado de su investigación, la policía británica acusó a Alexander Lugovoi, otro agente secreto ruso, como sospechoso del crimen. Se pidió su extradición y Moscú, de inmediato, la negó. El rechazo desató una serie de expulsiones, como en los buenos viejos tiempos. Empezaron los británicos, para subrayar su malestar, y replicaron los rusos, que sostienen que nunca van a extraditar a uno de sus ciudadanos. Las palabras y los hechos, sumados, generaron la impresión de que la escalada era el preludio de una nueva Guerra Fría. Nadie cree, sin embargo, que se repita el escenario más crítico. De ello se encargó el propio Putin, haciendo un llamado al sentido común y al respeto de los legítimos derechos e intereses de las partes. Es evidente para todos que el mundo ha cambiado enormemente y la correlación de fuerzas ya no es la misma de los 80 o los 90. Cuando se produjo el derrumbe de los socialismos reales y el final de la Cortina de Hierro, en Rusia la democracia llegó junto con un gran caos. Igual que en otros países del este, el ideal parecía ser la democracia al estilo de Estados Unidos. Pero ocurrieron dos cosas: Putin puso en orden -con mano de hierro- a su país y Estados Unidos, tras los ataques del 11 de septiembre del 2001, se embarcó en la guerra sin cuartel contra el terrorismo, incluyendo más tarde la impopular invasión Irak. Hoy las fuerzas no son las mismas de 1990. Tampoco las influencias. Además, en Gran Bretaña se acaba de producir un cambio en el poder, que puede llevarla a asumir un nuevo papel ante el resto del mundo. No habrá Guerra Fría. Solo diplomáticos desalojados intempestivamente.
Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas
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