La doctora y el Rey Ting
La doctora Cordero ha vuelto a hacer de las suyas. En realidad, gracias a generosas tribunas, está casi todo el tiempo ante un micrófono o una cámara de TV. Pero sólo de tiempo en tiempo ocupa espacios a nivel nacional. Ahora salió a la palestra a propósito del cambio de gabinete o, mejor dicho, de la reacción de su colega médico Osvaldo Artaza en la ceremonia de juramento de su sucesor en La Moneda. La escena fue, sin duda, llamativa: Artaza, hiperkinéticamente afectuoso, besa al nuevo ministro y luego brinca para hacer lo mismo con su señora. Sorprendente, sin duda. Pero más sorprendente es el severo diagnóstico de la doctora María Luisa Cordero: "tuvo un estado crepuscular histérico", asegura. Hay observaciones que todos podemos hacer. Los comentarios son libres, repiten una y otra vez los textos de periodismo. Pero, ojo, cuando una persona está calificada para emitir un juicio, debe hacerlo con prudencia. No es lo mismo que un ciudadano cualquiera diga que un personaje es tonto a que lo diga un médico. No es indiferente que ese mismo ciudadano tema que se vaya a desplomar un puente o un edificio y que lo diga un ingeniero calculista. No es lo mismo que una persona cualquiera sostenga que las cuentas de su negocio están bien a que lo diga un contador titulado tras un examen acucioso. No es la primera vez que la doctora Cordero emite estos juicios en público. Ha dado a conocer sus diagnósticos urbi et orbi, incluyendo al general Pinochet, lo que -de nuevo- ella puede hacer perfectamente desde su punto de vista político pero resulta peligroso si le añade sus pergaminos profesionales. Esto se agrava, desde luego, cuando su único contacto con el supuesto "paciente" es a través de las imágenes de la televisión. Peor sería, claro, que lo hiciera después de examinarlo: ahí estaría infringiendo un mandato preciso: el que la obliga a guardar el secreto profesional. Esta reflexión se me ocurre a propósito del debate sobre el reality show. Mi sensación es que con este tipo de programas sólo se ha alcanzado el pináculo de una tendencia de larga data. Los "garabatos" en cámara, consagrados por Kike Morandé, se nutrieron inicialmente de una visión machista de que "así hablan los hombres". Luego invadieron los estadios, junto con la grosería violenta de las barras bravas y, como era inevitable, este lenguaje llegó a los colegios y universidades donde se perdió el pudor y la distinción de sexos. Pero la consagración, claro, corrió por cuenta de la televisión. Sin ella, no habría sido posible el patético esfuerzo de Vanesa Miller de divertir con su espectáculo vulgar en la Quinta Vergara ni, menos, lo que acabo de comprobar en un breve viaje de vacaciones: que hasta en los más remotos rincones de Chiloé, junto con el infaltable celular, mucha gente se exprese en público sin recato ni bajando la voz. (A propósito, no es el puente sobre el Canal de Chacao el que podría afectar la identidad chilota. Claramente, la revolución de las comunicaciones ya hizo lo suyo). Como simple ciudadano, me molesta la actitud de la doctora Cordero. Como la descontrolada adoración del rating ("Rey Ting" lo bautizó Guillermo Blanco) que impera en algunos medios. Como periodista y como profesor universitario creo que es hora de reaccionar. Lo primero es la denuncia.
Publicado en el diario El Sur de Concepción y La Prensa Austral de Punta Arenas el sábado 8 de marzo de 2003 |