La muerte con una sonrisa
En una cultura que se resiste tenazmente a hablar de la muerte, durante casi un año el humorista norteamericano Art Buchwald habló alegremente sobre la inminencia de su propio deceso. La semana pasada, cuando finalmente se produjo el fallecimiento, el diario The New York Times puso en Internet el video de una entrevista en la cual, sin anestesia, como diríamos en Chile, parte saludando: Hola. Soy Art Buchwald. Acabo de morir. El diario lo anuncia como un nuevo tipo de entrevistas destinadas a mostrar cómo algunas personalidades enfocan su vida y cómo quisieran ser recordadas luego de su muerte. Es lo que, en televisión y en prensa escrito, hizo hace años el chileno Rodolfo Garcés Guzmán con la serie titulada De profundis. Es imposible reseñar en poco espacio la personalidad de Buchwald. Debido a la pobreza de su familia, vivió de niño en un asilo y nunca completó la educación formal. Durante la guerra fue enviado a Europa y más tarde quiso lograr un título universitario gracias a los programas del Ejército. Pero la falta de estudios secundarios se lo impidió. (Más tarde la Universidad de California del Sur le concedió un doctorado honoris causa). Partió de nuevo a París. Como ya tenía alguna experiencia periodística encontró trabajo en la edición francesa del Herald Tribune. Lo asignaron a cubrir la vida nocturna, lo que le permitió conocer a un conjunto de notables personalidades. En 1950, cuando se casó con una norteamericana que había trabajado para Pierre Balmain, los famosos hicieron nata. Nada común para un periodista principiante de 26 años, comentó The Washington Post. Pero lo suyo era el humor. Quiso seguir los pasos de Ernest Hemingway en París, pero terminó en la huella de Mark Twain. Su columna de comentarios, en un tono similar al chileno Hernán Millas, llegó a aparecer en más de 500 periódicos y le hizo acreedor a un Pulitzer en 1982. Sarcástico, permanentemente preocupado de la actualidad, todo el tiempo inventaba agudos diálogos con personajes imaginarios. Una vez, en plena Guerra Fría, hizo notar que tal vez habría que importar comunistas a Estados Unidos. ¿La razón? Los agentes del FBI infiltrados en el Partido Comunista y sus organismos de fachada superaban a los militantes auténticos. A comienzos del año pasado, los médicos lo desahuciaron. El 7 de febrero se internó en una clínica. Suspendió las diálisis y decidió esperar la muerte que debería producirse a la brevedad. Sorprendentemente no ocurrió así. Poco después reanudó su columna y retornó a la casa de veraneo en Marthas Vineyard. Se le reprochó que con su actitud estaba alentando a otros pacientes a dejar de lado una terapia vital. Su respuesta fue que no quería dar ejemplo alguno. También comentó que era más fácil morirse en las condiciones en que estaba, con dinero para pagar una buena clínica donde podía recibir visitas todos los días a toda hora. También sentenció que es más fácil encontrar estacionamiento que morirse. Por último publicó un nuevo libro completó 30- y habló desde su silla de ruedas para el video póstumo del The New York Times. Quienes nunca lo han leído, probablemente recordarán una creación que conocieron sin saber de su autor. Se trata de la película El Príncipe de Zamunda (Coming to America) que ha sido presentada una y otra vez en el cable. El argumento se refiere a un ficticio príncipe africano (Eddie Murphy) que visita Estados Unidos y termina viviendo en un barrio marginal. Buchwald demandó a la Paramount porque la idea era suya y no se lo habían reconocido. Los tribunales le dieron la razón. Como todo humorista, pese a que convirtió su agonía en un acontecimiento nada trágico, Buchwald era ciertamente un tipo que había que tomar en serio.
19 de enero de 2007 |