Carta abierta a un amigo judíoMuy querido Arie, Han pasado muchos años desde que nos conocimos, en Jerusalén, esa hermosa y siempre conmovedora ciudad en la que no naciste, pero que sientes más tuya que ninguna otra. Tu me enseñaste a descubrirla, mientras yo te hablaba de Santiago, donde habías vivido y estudiado a mediados del siglo XX. Recuerdo sobre todo una conversación acerca de los cambios -ya notables hace un cuarto de siglo- que había experimentado la esquina de San Diego y la Alameda, la vieja esquina del Instituto Nacional, que una vez nos cobijó a ambos. Sabes que siempre admiré tu pueblo y compartí sus luchas y esperanzas. Sabes que todavía me duele -como todas las abstenciones- la forma cómoda como Chile, en la votación decisiva, optó por no pronunciarse sobre la partición de Palestina. Sabes que he seguido de cerca cada guerra, cada batalla, cada muerto de Israel. Sabes que siempre defenderé el derecho de Israel a existir, como el árbol que está plantado a nombre mío en un bosque de Israel. He admirado tantas cosas de tu pueblo. Sobre todo la tenacidad. Y cada vez que he estado en Israel, he sentido que su paisaje es como el del norte de Santiago, las sequedades de Til-Til donde me crié de niño. Hay lugares como Belén, el Monte de los Olivos, el monte Carmelo, el monte Tabor y las márgenes del lago Genesaret, que despiertan en mi profundos y misteriosos sentimientos de fe, igual que el rincón en el Jordán donde se cree que Juan bautizó a Jesús. Pero, sobre todo, siento que Israel es un monumento a la persistencia del pueblo judío. Lo he percibido al estar junto a los creyentes que rezan en el Muro de los Lamentos. Siempre he creído que Masada es el símbolo de la voluntad de ser de una nación que ha luchado sin temor contra los imperios más poderosos de la tierra. ¿De qué otra manera podría reiterarte mi admiración y aprecio? Tal vez recordando una vez que, sin ti, visitamos el Museo del Holocausto con Ana María y nos sentimos brutalmente golpeados por la inhumanidad que puede desatar el hombre contra el hombre. ¿Y los niños? Dios mío, los niños. Tanto en su propio santuario, en Israel, como en la Casa de Anna Frank, en Holanda. ¡Tantas veces que he pensado en ellos, en los que eran mis contemporáneos y fueron arrastrados al terror de la noche y la niebla para no regresar nunca más...! Ellos ganaron el derecho a que los judíos vivieran en Israel, dentro de fronteras seguras y reconocidas. Fue el legado que conquistaron con su sufrimiento y su persistente esperanza. Por eso... Por eso ahora siento que no puedo callar. Hoy son otros seres humanos, sobre todo niños, los que vemos cada día en las noticias. También ellos mueren en Israel, víctimas de una cadena de acontecimientos que a lo mejor empezó en Masada, continuó en Europa y culminó en los crematorios nazis. Son inocentes. Tan inocentes como Anna Frank y los millones de judíos cuyas vidas fueron arrasadas por la barbarie. Estos niños -y sus padres- nos plantean, día a día, su angustioso mensaje, su convicción de que tienen derecho a vivir en una patria propia. Tienen derecho a la paz. Cuando veo las noticias, no puedo dejar de recordar lo que nos pasó aquí, no hace tanto tiempo, cuando la dictadura sacaba a la calle a los soldados para controlar las protestas. Los ejércitos pueden vencer, nunca convencer. Los manifestantes pueden ser detenidos, pueden ser reducidos, deben ser controlados pero nunca muertos como soldados en guerra. Menos, por cierto, si son solo niños. Siempre serán niños, aunque griten y lancen piedras y sean usados por dirigentes fanatizados. Amigo mío, ustedes, nosotros, el mundo necesita que haya paz en Medio Oriente. No depende sólo de ti, querido amigo, pero de miles de ciudadanos de Israel como tu, que nunca podrán olvidar sus muertos ni los horrores del pasado, pero que deben dar un ejemplo al mundo de cómo vivir en paz. Por ello lucharon muchos nobles dirigentes judíos. Por ello luchó y murió Isaac Rabin. Y antes tantos personajes de estatura mundial como Golda Meir. David Ben Gurion, Moshe Dayan.... Israel es un país pequeño. Pero su territorio, como lo han demostrado ustedes, puede ser generoso bajo un rostro de apariencia a veces áspero. Los desiertos pueden florecer: ¡lo sabemos bien en Chile!, y sus frutos pueden alimentar a todos sus hijos: judíos, musulmanes, cristianos.... Pero, para ello es indispensable que haya paz. Arie, amigo mío, con profundo respeto, a nombre de nuestra amistad de 25 años, no cejes: sigue buscando la paz, no dejes de hacerlo.
Santiago, enero de 2001. |