El show de Punch, Juddy y la CIAAunque no le guste a Ana María, la marionetista con la que formamos un hogar hace más de tres décadas, la imagen que se impone en estos días se relaciona directamente con su trabajo artístico: los chilenos hemos sido manejados como títeres. Es la única conclusión posible tras las desclasificaciones de la CIA, las contra-acusaciones de Manuel Contreras y la catarata de comentarios de derecha, centro e izquierda. Como país, lo menos que podemos hacer es pedir una explicación. Así lo han anunciado el Presidente Ricardo Lagos y un numeroso grupo de parlamentarios. Lo malo es que, por esta vía, desembocamos rápidamente en la caricatura. Pedidos parecidos se consagraron como el remate de no pocas aventuras de Condorito. Se puede sostener que este es el sino de los países pequeños en un mundo en el cual, durante toda la segunda mitad del siglo XX, fuimos la palta del sandwich, comprimidos entre dos superpotencias ensimismadas en su mutua confrontación. En 1945, cuando los chilenos -igual que millones de seres humanos en todo el mundo- celebramos el final de la Segunda Guerra Mundial, no sabíamos ni imaginábamos que se estaba incubando un nuevo conflicto. El pánico ante la eventualidad de la destrucción atómica total, dio el pretexto para que los nuevos poderes desplegados sobre el mapamundi echaran mano de todos sus recursos. En Europa del Este, la Unión Soviética no vaciló en usar el Ejército Rojo como argumento de convencimiento. Estados Unidos considerando que su obligación era ser más sutil invirtió dinero y desembozado apoyo político para asegurar posiciones en Europa occidental y en el Tercer Mundo. A decir verdad, era una sutileza relativa: lo que repartía con generosidad era el virus del cinismo y la corrupción. Corea primero y Vietnam después, junto con otros países de Africa y Asia, fueron batallas de la Tercera Guerra que nunca se declaró formalmente, pero que nos involucró a todos. En Chile la opción fue el otro track, como lo plantearían años después Richard Nixon y Henry Kissinger. Los objetivos eran los mismos pero otras las armas y el teatrito donde Punch y Juddy se daban golpes como en la obra clásica de títeres de guante fue el propio sistema político existente. Pero las reglas del juego no fueron las tradicionales, sino la propaganda, el halago o el soborno. Por mucho tiempo, muchos de nosotros creímos que las pequeñas revelaciones que se hacían, siempre interesadas por cierto, no eran sino un delirio fantástico. Estábamos convencidos de que nada de lo que pasaba en otras partes podía ocurrir aquí: ni golpes de Estado, ni intervenciones foráneas ni colaboraciones pagadas. Todos, en la década prodigiosa de los 60, éramos los héroes de nuestra propia leyenda democrática, impermeables a los males que sacudían al resto de los imperfectos sistemas políticos de América y del mundo. Las acusaciones de la Derecha eran ridiculizadas por la izquierda, incapaz de ver la viga del KGB en el ojo propio. Igual, pasaba con las denuncias de la Izquierda respecto de la CIA. Como escribí hace unos años, hoy somos más sabios porque hemos sufrido. Sabemos que no fuimos inmunes a esta epidemia que afectó al mundo entero. Y ahora, en el capítulo final del siglo XX, sabemos que fuimos manejados por hábiles titiriteros que defendían sus conveniencias y, a veces, sus ideas. Todos somos víctimas. Todos somos culpables. 17 de noviembre de 2000 |