En desigual combate
La historia se toma su tiempo en Afganistán. El novelista James Michener, en una novela ambientada a fines de la década de 1940, escribió que allí ''casi todos los edificios muestran testimonios elocuentes de algún acto de violencia''. Pero no son señales recientes sino ''cicatrices causadas por las huestes de Alejandro Magno, Gengis Khan, Tamerlán o Nadir Shah, de Persia''. No sabía Michener que, en medio siglo, habría que agregar otras heridas: las que causaron la caída del régimen monárquico, las de la ocupación soviética, y -antes de la guerra actual- la autodestrucción de símbolos culturales no aceptados por los talibán. Pese a no saber lo que venía, por su conocimiento de primera mano del pasado afgano, el prolífico escritor norteamericano se formuló en ''Caravanas'' una pregunta conmovedora: ''¿Habrá existido jamás algún otro país tan castigado por el terror y la devastación como Afganistán?''. La más notable paradoja en esta historia de cientos de años de conflictos, es que las heridas más nuevas las están produciendo las armas más caras y complejas fabricadas con la tecnología del siglo XXI. Al mismo tiempo, la guerra sicológica, antigua como la guerra misma, se libra con los recursos propagandísticos más modernos. Hasta esta semana, el balance era cruzado. La ventaja tecnológica de Estados Unidos y sus aliados es indiscutible: el periodista especializado Declan McCullagh afirmó que esta guerra ''permitirá a las fuerzas norteamericanas probar armas recién desarrolladas, nunca antes utilizadas en un campo de batalla''. Pero, como dijo el diario británico ''The Guardian'': ''Bin Laden está ganando la guerra de propaganda''. Esta es, quizás, la peor pesadilla del nuevo escenario bélico, tan distinto de aquel en el cual trabajaron con tanto empeño los generales prusianos del siglo XIX o los estrategas norteamericanos del siglo XX. En un esfuerzo de síntesis, el jueves pasado, ''The Washington Post'' entregó su propio resumen de la situación después de los primeros días de bombardeos sobre Kabul y otras ciudades afganas: ''Está claro, comentó, que esta es una lucha tanto de fuerza como de imágenes''. El mundo entero vio lo ocurrido en Nueva York, al comienzo de la ofensiva terrorista. Pero también millones de televidentes pudieron ver y escuchar a Osama bin Laden el domingo pasado, luego de las primeras acciones norteamericanas, en su virulento llamado a la guerra santa. Bin Laden se ha mostrado como un maestro en el manejo de los recursos mediales. Lo probó con ese discurso, preparado de antemano, listo para transmitirse por las ondas de al-Jazeera, descrita como el equivalente árabe de la CNN. Pero utiliza magistralmente no sólo la televisión y el satélite, sino también Internet. En este conflicto de raíces milenarias, el contendor de aspecto más primitivo, ha sacado el máximo provecho del desarrollo tecnológico del mundo de los infieles que se ha propuesto conquistar. Como es obvio, Estados Unidos no puede replicar de la misma manera: las conexiones a Internet en Afganistán son todavía mínimas: el mayor problema en muchas partes es el acceso a servicios esenciales como el agua potable y la electricidad y la falta de caminos. Eso explica que se haya recurrido a métodos de otros tiempos: los envíos de alimentos y de panfletos que se dejan caer paralelamente con las bombas. Esta chocante desproporción es, sin duda, la principal fuerza propagandística de Bin Laden. Pero el que aparezca como el débil David que enfrenta a un Goliat armado hasta los dientes, no implica necesariamente que el resultado final del combate sea el mismo del relato bíblico. No podemos olvidar que fue un fanatismo ciego el que empujó a los terroristas a desatar las acciones del 11 de septiembre. Fueron esos vientos los que trajeron estos lodos. Fueron esos crímenes los que trajeron estas muertes.
Publicado en el diario El Sur de Concepción el 13 de octubre de 2001 |