¡Me carga el deslenguaje!
Como todo en la vida, la culpa es de mi familia. Mi madre quedó viuda muy joven con tres hijos, todos hombres. Yo soy el mayor. Las fuerzas sumadas de la educación en casa y en colegio de hombres el Liceo Coeducacional de La Cisterna, donde vivía entonces, era mirado con tanta sospecha como Hogwarts, donde estudia Harry Potter- me convirtieron en el prototipo del machista categoría 1: el que coloca a la mujer en un altar y considera su deber protegerla, mimarla y que ojalá no salga sola a la calle. Debo agregar que la vida y Ana María (¿cómo llamarla? mi pareja es bajarla de status; mi mujer denota posesión, cónyuge es rebuscado) bueno, Ana María y María Paz, mi hija, me han hecho cambiar. Si no, pregúnteles a ellas. Las dos tienen hasta e-mail propio. Pero en el largo trecho desde el entonces y el ahora, he conservado una cierta visión romántica de la mujer que me niego a sacrificar en el altar de la modernidad o la post-modernidad. Y el tema más acuciante es sin duda el del lenguaje. Nosotros, en casa (cuando niño y ahora) siempre nos entendimos en un castellano coloquial aceptable, marcado sobre todo por el respeto mutuo elemental. No llegamos al usted, que todavía se usa en algunos sectores, pero tampoco nos excedimos en la confianza. ¿Por qué tan complicado preámbulo? Por una razón simple y clara y porque creo que esta es la tribuna adecuada para plantearla: porque estoy abrumado, abrumado por la forma cómo nos tratamos en general los chilenos, la pobreza de nuestro vocabulario y, muy especialmente, el desagrado que siento cuando un par de lolas no encuentran otra manera de expresar su alegría de verse que una frase que escuché hace poco aquí en calle Vergara, cerca de mi universidad: -PUTAS, HUEVONA, QUE GUSTO DE VERTE. Y no es la única muestra. Tal vez por alolarse, junto con reconocer que se hará la cirugía estética todas las veces que lo considere necesario (lo que es su derecho, desde luego) la actriz Delfina Guzmán, decía a la revista Paula hace poco que lo hace para que no la traten de VIEJA CULIADA. Esto, en mi tiempo, y no lo digo por gazmoñería, era lenguaje de arrabal. Era, también y por eso expliqué el rasgo machista de mi formación, que hasta hace algún tiempo era típico (y exclusivo) del trato entre hombres en el Club de Toby. Pero nunca fue parte del intercambio social. Ni debería serlo. Si creemos que vivir la vida consiste en buscar lo verdadero, lo justo y lo bello, yo diría que debe incluirse también eso que los antiguos llamaban el arte de la conversación. Decir las cosas, pero decirlas bien. Esto, por supuesto, tiene que ver en primer lugar con el contenido. Pero igualmente tiene que ver con la forma. Aparte de estos ejemplos, me reafirmó esta convicción de que los chilenos retrocedemos hacia un oscuro pasado en las cavernas, el comentario de un primo que vive en Suecia desde hace años. Me dice que en la televisión dieron hace poco la película chilena Gringuito. Ni él ni su señora, que es sueca, pero que habla castellano, entendieron los diálogos de la película y debieron contentarse con la leyenda en sueco. ¡Qué mal que hablan los chilenos! me comentó Jorge. Qué mal hablamos. Qué mal pronunciamos. Y, lo que es peor, que mal realizamos los procesos de procesar información y desarrollar un pensamiento creativo. Lo siento. Quise hacer algo divertido, pero me salió pesado. Sólo alivia mi sentimiento de culpa típico también del machista tipo 1- el descubrimiento de que hasta los gringos (los de Estados Unidos, por cierto), que nos inundan en TV con sus groserías de grueso calibre, pero pasan piola porque no las traducen o las suavizan en castellano, tienen la misma inquietud. El tema, desde luego, es de platas. El temor a las demandas en parte porque del lenguaje audaz se teme que se pase al acoso sexual, por lo menos en el trabajo- ha hecho que muchas empresas estén tratando de mejorar la comunicación verbal entre sus empleados. La información, publicada por The Wall Street Journal, agregaba que todo esto no es gratis. Una firma especializada en la materia cobra entre mil y tres mil dólares por seminario. En Chile se harían ricos.
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