Hasta El Mercurio, siempre circunspecto, recurrió a la imagen hípica: en "la recta final" tituló el lunes 6 de diciembre, al comenzar la última semana antes de las elecciones presidenciales de 1999.
Lo que comenzó con cierto desgano, ha llegado a su etapa decisiva con mucho más interés, incluyendo algunos temores, aunque no muchos.
Lo que realmente caracterizó esta campaña 1999, con una franja electoral muy pareja, fue la destemplanza de la derecha empresarial ante la posibilidad que se aprobara la reforma laboral que durante años durmió el sueño de los justos.
Parafraseando al más ilustre de los comentaristas de esta etapa de la vida chilena, habría que decir que los incidentes pasan, pero la rebaja del lenguaje y del nivel de la discusión, queda.
Para quienes trabajamos con la palabra, para quienes creemos que la comunicación verbal es lo que diferencia al hombre de los irracionales, el respeto por los demás se demuestra de muchas maneras. Pero se empieza por un lenguaje deferente. Tratarlo con cierta liviandad irrespetuosa como la que ha caracterizado a nuestra juventud en los últimos años, significa, más que nada, aplanar las ideas y descuidar los matices. Y, luego, cuando los adultos recurren al mismo lenguaje, pobre y coprolálico, queda la sensación de que somos todos los que perdemos, pero en especial las generaciones futuras, que ni siquiera han tenido el aliciente del buen decir...
No fue bueno que Felipe Lamarca, llevado por la pasión del momento y, sobre todo, después de haberlo "pensado bien" según dijo, recurriera a un lenguaje arrabalero para descalificar el proyecto. No fue bueno que Walter Riesco tronara con los temores de hace un cuarto de siglo. No fue bueno que la bancada derechista recurriera a toda la artillería...
No fue bueno..
O, ¿será al revés? ¿No fue así como, una vez más los olvidadizos pudieron atisbar la verdad, sin caretas electorales?
Para algunos, el episodio representó una derrota del gobierno y, por lo tanto, del candidato de la Concertación. Es una lectura posible. Pero también es posible entender todo este episodio como el fin del baile de máscaras, cuando todos los concurrentes se descubren el rostro y lo muestran, sin disfraces ni adornos.
Pero, como siempre ocurre, lo más importante es que ahora será el elector el que tenga la última palabra.
Ojalá seamos lo suficientemente maduros como para hacerlo con racionalidad y altura de miras. Sin caer en las vulgaridades del lenguaje ni otras salidas de madre de nuestros próceres...
Abraham Santibáñez