La decisión del juez GuzmánDiciembre de 2000 Ya sabemos con certeza donde termina la transición: el 1º de diciembre de 2000, con la decisión del ministro Juan Guzmán Tapia de procesar al desaforado senador vitalicio Augusto Pinochet. Lo que venga después -y no se puede descartar ninguna hipótesis- será otro capítulo y, tal vez, otra historia. Conviene detenerse en primer lugar en la figura del juez Guzmán. La diferencia entre él y la mayor parte de los jueces que antes tuvieron a su cargo casos parecidos, es dramática. Es cierto que las circunstancias cambiaron en los últimos años, en especial después de la detención del senador Pinochet en Londres. Pero su perseverancia, integridad y consecuencia le han ganado un lugar de privilegio en una historia plagada de debilidades. Habría mucho más que decir, lo más significativo -en segundo lugar- es que esta vez tanto el regocijo como las lágrimas han provenido de sectores más bien reducidos. Es como si la capacidad de asombro, indignación y deseos de manifestarse se hubieran agotado durante el cautiverio en Londres. Era inevitable que ocurriera: mientras algunos mantienen encendidos los fuegos sagrados de su indignación o su entusiasmo, la gran mayoría de los chilenos efectivamente dejó de mirar atrás. Se puede lamentar que así ocurra y recordar la frase ya convertida en lugar común de que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Pero el hecho es que para ,millones de compatriotas, el nombre de Pinochet y el régimen que encabezó son apenas sombras difusas. Quienes vivimos los años duros de la dictadura, tratando como decía el director de HOY Emilio Filippi, de abrir espacios de encuentro y ser una luz de esperanza, podemos pensar que muchos sacrificios han sido en vano si, a la hora de conocerse la verdad, no hay interesados en ella. Y es seguro que piensan lo mismo quienes estaban al otro lado de la gran muralla que dividió a los chilenos en humanos y humanoides, en patriotas y ·antipatriotas o, como todavía se dice, en bien nacidos y mal nacidos. La mayoría, sin embargo, está en otra. Las personas y acontecimientos que nos emocionaron, incluyendo a Don Francisco y la Teletón, empiezan a desperfilarse en un escenario sobrecargado de estímulos mediales, en donde las noticias son apenas parte de una show permanente, y por lo tanto lo que no impacta nunca sobrevive más de un instante en pantalla. Por eso la falta de respuesta a las declaraciones angustiadas de los generales (R) que son los únicos que dicen en público lo que el general Ricardo Izurieta debe decir en privado. El ambiente no se ha tensado esta vez, como sucedió antes con el Ejercicio de Enlace, el boinazo o la detención en Londres. Para millones de chilenos, el círculo que empezó a cerrarse con la condena de Manuel Contreras y después la de Alvaro Corbalán, debía inevitablemente llegar hasta el propio Augusto Pinochet. No en vano se recuerdan ahora sus reiteradas expresiones como el verdadero conductor del régimen, sobre todo aquella de que no se movía una hoja sin su conocimiento. Tal vez quien más lúcidamente ha sintetizado las cosas ha sido Ascanio Cavallo el domingo, en La Tercera. Sostuvo que (el juez Guzmán) ha dado fuerza jurídica a lo que ya tenía suficiente fuerza política: primero, la convicción de que en el caso de la Caravana de la Muerte se cometieron crímenes al margen de toda ley y, segundo, la certeza de que tales delitos no fueron ejecutados al margen de la cadena de mando. En su enumeración, Cavallo suma a la Caravana de la Muerte, el bombardeo de La Moneda, los atentados contra Prats, Letelier y Leighton, las operaciones de la DINA y la masificación de la tortura como método investigativo. Todo esto, dice, fue un gigantesco error de cálculo acerca de la potencialidad del adversario, una deformación monstruosa y paranoide respecto de las amenazas vigentes. Por supuesto se trata de un error inaceptable en profesionales a los que el Estado ha confiado el ejercicio de la fuerza y la obligación de emplearla con inteligencia social... A lo cual no hay, por ahora, nada más que agregar. Abraham Santibáñez
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