Editorial:

Indultos: un debate sin exclusiones

Santiago, 11 de Septiembre de 2005

El aniversario del 11 de septiembre –“nuestro” 11 de septiembre- volvió a poner en el tapete la discusión sobre el perdón y el olvido, la justicia y la reconciliación.

Uno de los escollos que plantea el tema es la intolerancia de quienes cierran de antemano toda posibilidad de diálogo.

Por años, los militantes duros del pinochetismo se aferraron al odio que rodeó el golpe de estado: igual que Pinochet, no creían que hubiese razón alguna para pedir perdón. Su estallido más reciente fue el patético espectáculo brindado por el grupo que lanzó gritos y maíz contra el general Cheyre. Pero ya su entusiasmo se estaba diluyendo después de la gran performance de la detención en Londres (“esto pasa porque no los matamos a todos”, decía entonces una de sus exaltadas voceras) y el espectacular retorno de Pinochet. Después vinieron, implacables, innegables, las muchas vergüenzas, entre ellas la de las cuentas secretas.

Más persistentes, ejemplarmente persistentes durante años, han sido los grupos relacionados con las víctimas, empezando por los familiares de los detenidos desaparecidos. La lenta acción de la justicia, entorpecida por la deliberada obstrucción ejercida por los victimarios, contribuyó sin duda a su exasperación. Pero la justicia de su reclamación no puede cegarnos ante el hecho real y concreto de que finalmente ha habido avances concretos. Hay crímenes que se han esclarecido. Hay asesinos y torturadores que están encarcelados.

Y, sobre todo, nadie, prácticamente, niega hoy en Chile la realidad de las denuncias.

Tres décadas después del golpe militar, parece que ha llegado la hora de empezar a mirar definitivamente hacia el futuro. No para echar tierra a un pasado lleno de horrores, sino para pensar que no podemos vivir permanentemente divididos.

Como señaló el Presidente Ricardo Lagos al término del Te Déum evangélico, “está llegando el momento de superar ese momento gris y oscuro”.

No es un ejercicio fácil. Pero se hace más difícil cuando solo se aceptan las opiniones de un sector. Pareciera que ni siquiera se reconoce la validez del pensamiento de todos los parientes de los detenidos desaparecidos o de todos los sobrevivientes de la tortura, la detención arbitraria o la expulsión del país. Sus voces y naturalmente las de quienes no vivieron tan directamente estas situaciones, han sido acalladas por quienes actúan como si detentaran el monopolio de la representación del sufrimiento.

Es hora de que se escuchen todas las voces. Es hora de que los chilenos tengamos la posibilidad de debatir muy francamente sobre lo que queremos para el futuro, no solo en materia de economía, integración al mundo globalizado o defensa del medio ambiente. Más urgente es que seamos capaces de echar las bases para nuestra convivencia por mucho tiempo: sin vetos, descalificaciones ni exclusividades. Como dijo el jefe de Estado, “no se trata de olvidar el pasado, se trata de sacar las experiencias para que aquellos hechos no vuelvan a ocurrir”.

Después de todo, fue por eso que muchos luchamos, tenaz y sacrificadamente, en los años oscuros, hasta llegar a la gran jornada del plebiscito de 1988 y el auspicioso período que culminó en marzo de 1990.

Abraham Santibáñez

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