Editorial:

Lo que se espera del Rector Peña

Santiago, domingo 8 de Octubre de 2006

La rapidez con que se resolvió a fines de 2005, la crisis generada por Francisco Javier Cuadra y sus dichos sobre la detención de Ricardo Lagos en 1987, no deben inducirnos a engaño: la estructura profunda de la Universidad resistió bien una prueba extremadamente difícil, pero no salió ilesa. Durante meses, su “sistema operativo”, como dirían los ciber-especialistas, ha mostrado los efectos de una administración legítima y prestigiosa, pero marcada por el signo de la espera. Comprensiblemente, hay decisiones que se han postergado hasta la llegada de la nueva autoridad. Y no se trata de decisiones menores.

La Universidad Diego Portales tuvo, durante sus primeros dos decenios, una orientación que se fue explicitando con los años y que apuntaba al rescate del humanismo anclado en raíces de inspiración judeo-cristiana. Se proclamaba y era una institución que creía y practicaba el pluralismo y la tolerancia. Defendía los derechos humanos y la libertad de expresión en la época en que eran palabras que no se decían en público, salvo que fuera en tono peyorativo y condenatorio.. Las primeras generaciones de egresados de Derecho, de Psicología, de Periodismo, y de otras escuelas fueron orgullosa materialización de estas aspiraciones. Las nuevas universidades privadas -era el mensaje reiterado con vigor- no eran necesariamente sinónimo de afán de lucro ni de sometimiento al pensamiento de la dictadura.

Pero llegó el momento en que la estructura inicial se hizo estrecha. Fue necesario crecer, ganar en competitividad, aceptar ciertas reglas básicas de la economía de mercado. Como “asesor de imagen”, Francisco Javier Cuadra empezó su labor desde fuera: hizo desaparecer (“por antiguo”) el rostro de Diego Portales de la papelería oficial. En su reemplazo, se introdujo un nuevo isotipo. Era el comienzo. De asesor, Cuadra ascendió a “Vicerrector General” y, finalmente, a Rector.

En su gestión cabe distinguir entre el discurso oficial y la realidad. Esta última significó la salida, generalmente abrupta, de muchas personas, empezando por algunas en los más altos rangos de la universidad, como decanos y funcionarios de la Casa Central. Las palabras hablaban de participación, pero en los hechos imperaba la imposición, la conocida “verticalidad del mando”.

La Universidad estuvo así a punto de convertirse en otra más del vasto mundo de nuevos planteles surgidos desde la década de 1980, perdiendo ese sello distintivo que le habían impreso sus fundadores y que ahora, con Carlos Peña como Rector, deberá esforzarse por recuperar.

No será fácil. El panorama ha cambiado, las exigencias son mayores que nunca y los “clientes” están dispuestos a expresar con fuerza su molestia si no reciben la atención que esperan. La rebelión de los “pingüinos” no se va a limitar a la enseñanza media. Es obvio que su siguiente mensaje es que la paz de los claustros universitarios privados no durará si no se satisface la demanda de mayor calidad de la enseñanza. Es seguro que también habrá otras exigencias: mayor participación, por ejemplo.

Y, desde luego, no se puede dejar de lado la conciencia cada vez más clara de que en la educación también importa –como en todo- la igualdad de oportunidades.

A Carlos Peña le corresponderá liderar esta casa de estudios en esta etapa compleja, pero a la vez cargada de esperanzas. Llega al sillón de Rector tras un proceso de gran transparencia y en el cual ha habido un esfuerzo por comunicar cada etapa. Falta, como hemos dicho públicamente tanto los estudiantes como los académicos, una mayor participación, que se incorpore a las decisiones más trascendentales a toda la comunidad universitaria.

Pero ya se ha superado una etapa difícil, la más difícil, sin duda, en casi un cuarto de siglo de historia.

Abraham Santibáñez

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