La imagen externa que no vemos los chilenos
A comienzos de agosto se realizó en la Facultad de Ciencias de
la Comunicación e Información de la Universidad Diego Portales
la presentación del libro "Es la prensa, estúpido, la prensa".
de los periodistas Alejandra Sepúlveda y Pablo Sapag.
Viviendo, como vivimos, la era de las imágenes, a los más altos representantes del régimen militar les costó mucho entender el desastroso y perdurable efecto que tuvo en todo el mundo la fotografía del capitán general, captado en los días iniciales del régimen, cruzado de brazos, en actitud desafiante, luciendo lentes oscuros. No fue el peor error comunicacional de la Junta que se instaló en Chile el 11 de septiembre de 1973, pero según lo que dicen Alejandra Sepúlveda y Pablo Sapag, probablemente fue el de más largo efecto y costos más altos. Años después de la salida del general Pinochet del poder, cuando se convirtió en un recluso en Londres, esa vieja imagen de 1973 se convirtió en el símbolo de quienes creían que sólo fuera de Chile se podría hacer justicia por las violaciones a los derechos humanos. La imagen de Pinochet fue la más chocante, pero no la única que encendió las hogueras del rechazo hasta el día de hoy. También contribuyó, poderosamente, el cine. Especialmente la película de Patricio Guzmán La Batalla de Chile. Y, cuando ya no había casi nada más que agregar, según nuestros autores Sepúlveda y Sapag, los gobiernos de la Concertación y sus representantes agregaron su propia dosis de incomprensión de los fenómenos comunicacionales contemporáneos. Ni La Moneda ni las embajadas en Europa y en Estados Unidos asumieron a tiempo que la situación de Pinochet podía alargarse como se alargó. Nunca previeron que las apelaciones en Londres iban a terminar desechadas una y otra vez, pese a las gestiones de los aliados conservadores de Pinochet. (Entre paréntesis, tampoco se anticipó el adverso efecto de algunas revelaciones de esos días, como la ayuda prestada por chilenos a los británicos durante la guerra de las Malvinas, información que agravó la herida de los argentinos). Esa es la explicación del título de este libro, tan agresivo a primera vista y que, sin embargo, debe ser entendido como un serio estudio de una realidad que generalmente pasamos por alto: que los chilenos, a pesar de Internet y de habernos internado con éxito en la Nueva Economía y en la Sociedad de la Información, todavía estamos en pañales a la hora de comprender el verdadero alcance de la globalización de las comunicaciones. País isla desde siempre, la razón nos dice que debemos tener en cuenta la realidad internacional, pero al final nos quedamos en el sentimiento, confiando en que el mundo comprenderá nuestras buenas intenciones, esperando que nos retribuyan aquello de cuanto queremos "en Chile al amigo cuando es forastero". Alejandra y Pablo, afincados en España, trabajando como profesionales del periodismo, nos hablan de muy cerca de cómo los españoles, que tienen tanto en común con nuestro pasado reciente, no creen que deban solidarizar con todas nuestras penurias, en especial nuestra peculiar transición. Es que hoy se sienten incorporados en alma y corazón a la modernidad, están felices de saberse parte de Europa y cuando piensan en América sólo ven a los Estados Unidos , ya que el resto del continente está conformado -desde su perspectiva- por "sudacas" que tratan de quitarles sus puestos de trabajo o de envenenarles la vida con la droga. Los chilenos -todos: de uno y otro bando, exiliados o residentes en Chile- creíamos, como siempre, que merecíamos que no se nos metiera en el montón. Sentíamos que las autoridades y el pueblo de España reaccionarían de otra manera frente a las determinaciones del juez Garzón y por ello nos aferramos a cualquier indicio de debilidad y a cualquier crítica. Pero nunca pasó nada. Garzón siguió adelante y, al final, como se sabe, Pinochet regresó a Chile exclusivamente por obra y gracia de un diagnóstico médico. A estas alturas, todos sabemos lo que pasó en Londres. Y tenemos nuestra opinión formada. Parecería difícil, pues, que este par de jóvenes periodistas fueran capaces de aportarnos alguna novedad. Pero así es. Y ello ocurre por una razón muy simple: lo que Alejandra y Pablo nos muestran es que, fuera de Chile, la verdadera imagen de Pinochet es la que han dibujado los medios a lo largo de los años, a partir de 1973. Mientras que aquí, en el país, la simpatía de algunos sectores y la fuerte limitación de la libertad de prensa, nos impusieron una imagen dura, pero paradojalmente atenta a los requerimientos del pueblo -el discurso de "la política sin los señores políticos"-, más allá de nuestras fronteras sólo se conoció el rostro implacable de la dictadura, representada por un hombre encastillado detrás de sus lentes oscuros, cruzado de brazos en simbólico rechazo de cualquiera presión o estímulo proveniente del exterior. Era a ese personaje y a todo lo que representaba, a quien buscaban castigar el juez Garzón y la mayor parte de la opinión pública internacional. Y cuando los gobiernos de la Concertación aparecieron solidarizando con Pinochet, también ellos fueron fustigados y caricaturizados, sobre todo el Presidente Frei. Por lo que aquí se dice, ni el entorno más cercano a Pinochet ni las autoridades del gobierno lograron comprender cabalmente esta situación. Sólo el paso del tiempo permitió una mayor apertura ante el desafío representado por estos complejos, aunque no tan nuevos fenómenos mediales. Aparentemente, quien mejor captó la esencia de todo esto fue a fin de cuentas un advenedizo en estas lides, el abogado Fernando Barros. Personalmente encuentro que puede ser un poco excesivos atribuir de manera tan maniquea culpas y méritos. Pero sí estoy de acuerdo en que, en materia comunicacional internacional, seguimos todavía en la etapa de los telex y los aviones a hélice. Y tengo la impresión de que esta obra adquiere una impensada actualidad por hechos que no tienen relación con su tema central, pero sí con su análisis comunicacional. Parece que estamos condenados a no aprender de las lecciones recibidas. Si no, es cuestión de mirar lo que pasó, recién, con Aero Continente, una empresa que, probablemente debía ser intervenida de la forma como lo fue. Pero en cuya intervención claramente no hubo ninguna consideración o estrategia comunicacional previa, siendo seguida, en el hecho, de reacciones tardías y vacilantes por parte de quienes debían dar informaciones precisas y sobre todo calmar la angustia de miles de pasajeros. Comunicacionalmente, la operación de Aero Continente ha sido un desastre, ante el cual sólo cabe confiar en que no llegará el día en que la justicia diga que el Consejo de Defensa se equivocó y Chile tenga que dar explicaciones al mundo entero. Puede parecer excesivo este paralelo con lo que pasó en Londres, pero creo que es algo que deberíamos tener presente. En un mundo globalizado, donde vivimos una Nueva Economía, donde queremos ser la puerta latinoamericana de Silicon Valley, no podemos ser tan displicentes en cuanto a la imagen que proyectamos como país y, para decirlo directamente, porque eso es lo que estudiamos y profundizamos en esta Facultad, tan ignorantes en materia comunicacional. Habría que agregar todavía que en esta historia, como en toda buena historia, hay buenos y malos, no en el sentido tradicional, sino en la forma en que se manejan en el mundo de los medios y la comunicación. Conviene tenerlos presentes: el juez Garzón encabeza desde luego el elenco de los buenos comunicadores. También hay que incluir a Joan Garcés y a varios periodistas que se han ocupado persistentemente de seguir la situación chilena. Los "malos" en cambio, son casi sin excepción los representantes chilenos y el propio entorno del capitán general. El único que destaca por su aproximación más efectiva es el ya mencionado abogado Fernando Barros. Debo confesar, para concluir, que al comienzo me parecieron exagerado el título y el planteamiento de este libro. Es, probablemente, la reacción propia de un chileno también -espero- bastante típico. Pero, al terminar la lectura, me he dado cuenta de que es un acierto y no es el único, desde luego. Efectivamente "Es la prensa, estúpido, la prensa". Lo penoso es que el estúpido aquel somos, hasta cierto punto, todos nosotros.
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