Golpe a la cátedra.Columnista invitado: Edison Otero B.
En la ciencia, como el arte o la filosofía, las diferencias las establecen el mérito específico del sujeto y su producción. Confundir los planos es lo que dio respaldo a la marea de lo políticamente correcto.
Hace diez años, el mundo académico mundial fue sacudido por un escándalo mayúsculo. Alan Sokal, un físico de la Universidad de Nueva York, envió un artículo al consejo editor de la revista Social Text solicitando su aprobación y posterior publicación. La revista se encontraba entre aquellas más prestigiosas del ámbito conocido universitariamente como los estudios culturales. El hecho es que el artículo fue publicado y, seguidamente, Sokal hizo saber que se trataba de una parodia, un artículo que él había escrito imitando el estilo de autores franceses de moda sobre todo en las aulas estadounidenses. En lo esencial, Sokal quería demostrar que mucha de la producción intelectual asociada a los estudios culturales rozaba, peligrosamente, la impostura y la charlatanería. La acusación principal era que los autores aludidos por Sokal usaban irresponsablemente conceptos e ideas tomados de las ciencias naturales transfiriéndolos con ligereza a otros ámbitos, abusando así de la natural y comprensible ignorancia de los no-especialistas, frecuentemente el tipo de público atraído por los estudios culturales. La escandalera se expandió y se produjeron cientos y cientos de artículos, críticas y contra-críticas, indignaciones, réplicas y contra-réplicas, alusiones étnicas y desautorizaciones de todo tipo. Entre 1996 y 2000, más o menos, la temperatura ambiental académica subió por encima de los grados habituales. En su página web personal, Alan Sokal incluyó todos los materiales en pro y contra, generando un registro de singular valor para los historiadores de las ideas. El segundo golpe del pugilista Sokal fue la publicación, junto con el francés Jean Bricmont, del libro Imposturas intelectuales, título que no deja lugar a segundas interpretaciones. Admitámoslo, el asunto pasó de largo. Pero admitamos también que la academia universitaria ligada a las humanidades y las ciencias sociales ya no es la misma después del affaire Sokal. Por de pronto, la tierra de jauja en la que se convirtieron las cátedras en muchos confines del mundo al son de los estudios de género, los estudios gay, las minorías, las hegemonías, los estudios mediales, y otras especies semejantes, esa cohorte viene en franca retirada. Y no se trata de los temas políticos -muchas veces absolutamente genuinos- sino de un curioso y deshilachado modo de hacer trabajo intelectual, un estilo más literario que riguroso, boleto de entrada a la categoría académica a partir de la indisimulable decadencia de los estándares de calidad de la producción intelectual. Su expresión más grotesca es la política de algunas universidades estadounidenses que conforman sus plantas académicas no en función de la calidad demostrable de los postulantes sino en términos de la representación proporcional étnica: un porcentaje de blancos, otro de negros y afro, otro de mujeres, etc. Confundiendo el trabajo intelectual con un parlamento político, la calidad es medida en función del lugar de nacimiento y la pertenencia étnica. Lo cual es, por cierto, ridículo. Porque la etnia de cualquiera no es índice de calidad intelectual, porque el género de cada quien no garantiza la solvencia investigativa, y el color de la piel no basta para un doctorado o un honoris causa. Está claro que hay graves problemas de discriminación a lo ancho y a lo largo de este mundo, incluyéndonos. Pero los adalides denunciados por Sokal equivocaron el lugar y la ocasión para montar sus reivindicaciones igualitarias. En la ciencia, como en el arte o la filosofía, las diferencias las establecen el mérito específico del sujeto y su producción. Ser mujer y ser negra no califica a ninguna persona para la cátedra. Por cierto, tampoco el ser blanco y hombre, amarillo y gay. Confundir estos planos es lo que dio respaldo a la marea de lo políticamente correcto, esa categoría que enredó a medio mundo y que hoy ya es objeto de humor. La parodia inventada por Alan Sokal fue lo que se dice un golpe a la cátedra. Claramente, la charlatanería que sigue a la seriedad como la sombra sigue a la luz experimentó con este escándalo uno de sus mayores bochornos. En pocas ocasiones se había tenido una oportunidad tan propicia para ver al rey tal como iba: desnudo.
Publicado en La Nación. Mayo 2006 |