Power PointColumnista invitado: Edison Otero B. No tengo nada contra el programa computacional Power Point. Al contrario, me parece una estupenda herramienta para presentaciones ordenadas y atractivas. Lo que me resulta cuestionable es la moda de usarlo como un truco, como una maniobra para reemplazar la ausencia de competencias en materia docente. Debo sumar varias decenas de presentaciones y clases a las que he asistido, encabezadas por asesores, consultores y expositores de muchas temáticas y asuntos. Y retengo de casi todas ellas la sensación de estar siendo objeto de una burla porque, en efecto, los presentadores se limitan a leer diapositivas. Como están proyectadas, las puedo leer solo y eso es lo que hago. Pero ocurre que me sobra el presentador, a menos que tenga algo interesante que agregar que no sea la reiteración improductiva y obvia de lo que ya está proyectado. Valdría lo mismo que nos hubiese enviado la presentación vía electrónica. Y mi conclusión es que el presentador no tiene nada más que decir y en vez de usar las diapositivas como apoyo a lo que tiene que plantear, su cometido se reduce a presentarlas y leerlas. Me recuerda a quienes transmiten partidos de fútbol en la televisión, abierta o cerrada; porque ocurre que uno está viendo el partido y no necesita alguna retórica que le reiteren lo que ya está percibiendo. Me dejan siempre con la sensación de estar justificando un rol que sólo tiene sentido para las transmisiones radiales y para quienes no están presenciando el partido. El Power Point se convierte en un gran recurso para la charlatanería, y su expresión más abusiva y antipedagógica ocurre cuando se lo introduce de modo sistemático en la sala de clases. El expositor puede ocultar sus carencias didácticas y metodológicas y aparentar profundidad. Arrimado a un efecto, se defiende en lo formal y puede obviar consideraciones que profundizan en los contenidos. Favoreciendo los esquemas, las ideas punteadas, las síntesis apretadas, se refugia en la apariencia del conocimiento pero no en el conocimiento mismo. Hay que estar prevenido sobre esta retórica electrónica, esta vía de persuasión, este estilo impresionista. Lo llamativo es que, sin embargo, se ha convertido en moda en los ámbitos académicos, promoviendo una docencia de segunda mano. Como muchas veces se prefiere vivir en el ámbito de las apariencias, todo consiste en hacer como si las cosas estuviesen ocurriendo en los términos apropiados. Porque esta docencia de segunda mano -para no ser agresivos en demasía- se ha diseminado sin asomo de vergüenza. Entre otros aspectos, invadiendo ámbitos para los que, sin embargo, son entrenadas profesionalmente miles de personas. Y de esta manera, los mismos profesionales no docentes que exhiben un celo quisquilloso e intransable para cualquier ejercicio o práctica que invada sus territorios, no tienen remordimiento en generar sus propias invasiones en territorios docentes. Sólo que, como ha sido dicho agudamente, el ocupar una sala de clases para impartir una asignatura no convierte a nadie, por ese solo hecho, en docente. Del mismo modo, el hacer clases en una universidad no convierte a nadie, por ese solo hecho, en académico. Sólo que entre nosotros todas estas distinciones cruciales, que tienen directa relación con estándares de calidad en la formación y el ejercicio intelectual, se han estado mezclando y disolviendo en una sopa de dudosos ingredientes y peor sabor. La expresión manifiesta de este culto a las apariencias formales es la multiplicación sorprendente de diplomados y programas de magíster, en que lo que importa no es la eventual calidad del desempeño obtenido -cosa que jamás se precisa ni se documenta finalmente- sino el hecho mismo de obtenerse. Cuestión más que dudosa, dado el hecho de que no se posee estadística alguna de reprobaciones en este tipo de actividades. Según muchos testimonios, la condición de aprobación es más un requisito financiero que una exigencia estrictamente académica. En el final de este túnel, entre requisitos nobiliarios y condición para aumentar los ingresos en materia laboral, se desnaturaliza y extravía lo único solvente que está en el núcleo de estas prácticas: la obtención de conocimiento. Tengo un nombre para estas costumbres recientes: la cultura del Power Point. Y un consejo: ¿tiene usted algo irrelevante, superficial, esquemático a rabiar, intrascendente y reiterativo para exponer? Tradúzcalo en diapositivas y consígase un auditorio suficientemente inadvertido como para que lo aplaudan al final. Y disfrute de un escenario en el que nunca fue tan nítido el hecho de que las apariencias engañan.
Publicado en La Nación. Abril 2008 |