Las Malvinas: veinte años después

Argentina ha librado dos guerras en los últimos 20 años. La primera -un espasmo breve, pero sangriento- la perdió frente a Inglaterra tras el intento de recuperar las islas Malvinas. La segunda, que todavía no termina, empezó hace una década, cuando enganchó su economía al dólar, estableció una "relación carnal" con Estados Unidos, se asoció a la Otán y quiso dejar atrás al resto de los "sudacas".

El alto costo de este conflicto que todavía no termina fue ilustrado dramáticamente cuando, tras el volcamiento de un camión que transportaba ganado, las reses -vivas o muertas- fueron repartidas entre una turba que proclamó su desesperada necesidad de alimentos. Dolorosa paradoja para el país que fuera una vez el granero del mundo.

La guerra de las Malvinas empezó el 2 de abril de 1982. Los sentimientos de los chilenos navegaban entonces entre la indiferencia, los resabios de la tradición americanista y una sensación de alivio: después de todo hacía muy poco tiempo que las mismas tropas que ocupaban Puerto Stanley habían amenazado nuestro territorio. Aunque las gestiones para lograr la decisiva intervención del Papa Juan Pablo II, gracias al cardenal Raúl Silva Henríquez, habían tenido éxito, recién en esos días de abril de 1982 se concretaban las negociaciones. Era comprensible, pues, como acaba de reconocer el general Fernando Matthei, que la Junta Militar entendiera que un eventual triunfo argentino significaba que el próximo objetivo sería Chile.

Matthei ha dicho que la verdad probablemente nunca hubiera trascendido si no fuera porque Margaret Thatcher ya levantó parte del velo en su apasionada defensa del general Pinochet mientras estaba detenido en Londres.

Después de veinte años, no es fácil hacer un retrato de la visión de los chilenos de entonces del conflicto.

El comienzo fue visto casi como quien presencia una confrontación deportiva. No me consta si hubo literalmente un titular así, pero perfectamente pudo haberlo: "Primer round (o set, o tiempo): Argentina 1, Reino Unido 0". Y cuando finalmente zarpó la flota británica hacia el Atlántico sur, la noticia se convirtió en un juego de especulaciones y adivinanzas.

El brusco despertar lo produjo el hundimiento del Belgrano. Ese día el conflicto dejó de ser una especie de serie de televisión o uno de los (entonces) novedosos juegos de computadores. De pronto muchos chilenos nos dimos cuenta que la guerra era una dura realidad, con muertos de verdad y dolores no fingidos. La mayoría de nosotros recuperó el sentido americanista que nos había caracterizado por décadas y que la Junta Militar trató de reemplazar en algún momento por el nacionalismo de mercado.

Por una casualidad que sólo puede calificarse de afortunada, ese mismo mes de abril de 1982 se celebraron en Roma las primeras reuniones para resolver el conflicto del Beagle.

Según la delegación chilena, de inmediato se percibió un esfuerzo renovado por llegar pronto a un acuerdo. La interpretación fue que una elemental estrategia aconsejaba a la parte argentina no tener abiertos, en forma simultánea, dos frentes. De este modo, pese a lo que ocurrió en Las Malvinas (debido a ello, mejor dicho), en definitiva prosperó el acuerdo con Chile.

Lo que nadie sabía entonces -aunque todos lo sospechaban- era que el gobierno militar chileno estaba jugando con cartas marcadas. Es lo que acaba de confirmar, finalmente, el general Matthei.

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Publicado en el diario El Sur de Concepción el el 4 de abril de 2002