Golpes y contragolpes del “gemitazo”

Cuando Gema Bueno dio, a través de sendas entrevistas a La tercera y a The Clinic lo que hasta ahora parece ser la versión definitiva de su participación en el debate público sobre el Caso Spiniak y la participación de políticos en dicha red, incluyendo al senador Jovino Novoa, se abrieron las compuertas para un amplio (y a veces áspero) debate sobre la prensa y el periodismo. Se ha planteado un dilema de fondo entre ley y ética, con varios episodios.

A continuación, en orden cronológico, se reproducen algunos de ellos, en la personal óptica del responsable de esta página.


Enlaces directos a los documentos: (también se pueden leer secuencialmente)

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En el país de Gemita

La idea de "honor" como distinción, es decir, la idea que usted porta una característica especial, aunque invisible, de la que se deriva la confianza, hoy día simplemente ya no existe.

Carlos Peña G., Decano Facultad de Derecho, Universidad Diego Portales

Un senador que, desde el más allá, y con voz, supongo, profunda, deletrea revelaciones; un sacerdote empeñado, con la porfía de un mártir, en probar acusaciones de pedofilia; una diputado inflamada de indignación que lo apoya; otro diputado que, iracundo, y con las cejas apuntando siempre hacia el cielo, la denuncia por mentirosa; un juez algo agitado, sincopado, destituido por asistir a saunas "gays"; una testigo que, como si fueran bufandas, teje contradicciones como si quisiera mostrar, con la pericia de un teórico post moderno, que la verdad es relativa y que finalmente no existe; editores que, luego de poner en pantalla a esa testigo, desconfían luego de su propio oficio, transpiran y se ponen ahora a tartamudear; un director de medios que dejó de serlo por inmiscuir sus cámaras en el caso; periodistas procesados por fisgones; jueces morosos que confunden la imparcialidad con la mudez; una jueza apresurada y con vocación de fiscal; el director del diario gubernamental destituido por ocuparse - ¡habráse visto!- de casos judiciales, son algunas de las circunstancias del Caso Spiniak que lo hacen, hasta cierto punto, increíble y que, incluso si hubieran salido de la pluma de un escritor de novelas de esas que uno compra para aturdirse en los aeropuertos, esas que relatan operaciones y complots, resultarían excesivas, esperpénticas, insólitas, carentes de toda realidad, salvo, claro está, en Chile, el país de Gemita.

Lo que vendrá es, desde luego, y hasta cierto punto, predecible. La culpable será, por supuesto, la prensa, esa serpiente, esa industria banal que por el afán de vender trafica con la honra de las personas y se presta ahora para ¡asesinar imágenes!, una forma de homicidio incruenta e higiénica, pero eficiente, que sólo los periodistas y los medios podrían cometer, empeñados, como parecen estar, se dirá, en vender programas y ejemplares a toda costa, sin detenerse a pensar en la honra y el honor de las personas, en la tranquilidad de familias decentes que nunca debieran estar expuestas ni transitar por este valle de lágrimas (y de tinta).

Habrá además, es seguro, deontólogos profesionales, o que aparentan serlo, expertos en ética periodística, que sacarán lecciones apresuradas de este caso y sugerirán un ejercicio del oficio más cauteloso, más recoleto, menos inquisitivo.

Pienso, sin embargo, que antes de sacar -o dictar- esas apresuradas lecciones (o imaginar proyectos de ley para evitar que este asunto se repita) quizá sería útil reflexionar sobre lo que este caso muestra de los cambios que ha experimentado la sociedad chilena, el país, no lo olvidemos, de Gemita.

Desde luego, nadie, ni siquiera las personas decentes -como, todavía, suele decirse- puede reclamar para sí una confianza ciega. La idea de "honor" como distinción, es decir, la idea que usted porta una característica especial, aunque invisible, de la que se deriva la confianza (que es como tradicionalmente se entendió el honor hasta hace poco) hoy día simplemente ya no existe. Ninguno tiene, por el solo hecho de ser quien es un "habitus" virtuoso que los demás debieran, a ciegas, aceptar. Si usted, además, pretende conducir a otros, entonces debe resignarse a que esos otros desconfíen de usted y hagan el escrutinio de su vida.

Hoy día las audiencias son desconfiadas y a la primera de cambio están dispuestas, como lo enseña este caso, a creer cualquier cosa de usted.

La idea que existe una clase dirigente (un grupo que por el solo hecho de ser quien es está llamado a conducir a otros) es una rueda de carreta con la que los lectores, los oyentes, los telespectadores, no están dispuestos a comulgar (como usted sabe, la gente hoy día comulga cada vez menos).

No es que el honor tenga mala prensa, es que ha perdido vigencia social y ya no obra como una barrera que impide la indagación.

Además, y sobra decirlo, no es de extrañar que hoy día se judicialice todo. Lo que ocurre es que en una sociedad que se aligera de todas sus pertenencias, y donde las identidades son casi electivas, la ley es el único código de comportamiento al que personas con historias disímiles pueden recurrir para resolver sus disputas. En sociedades más quietas (como las que el lector estará, a estas alturas, añorando) hay códigos compartidos incluso para la agresión. En sociedades donde el mercado se expande, la economía de los bienes simbólicos (como las reglas de conducta y el prestigio) se hace menos predecible y más indócil y los códigos de conducta al que se someten las personas, en vez de faltar, proliferan. El resultado es que la vida se "juridifica", y la ley pasa a ser, comienza a ser, el único ámbito que tenemos en común.

Lo que se llama "asesinato de imagen" no es, entonces, más que una metáfora para referirse a los efectos -desgraciados, es verdad- que a veces produce esta intimidad ampliada que hoy día posibilitan los medios de comunicación, la misma que políticos y candidatos buscan, en el país de Gemita, afanosamente gestionar. ¿No se erige sobre eso hoy día la política? ¿Cómo pudo alguien imaginar que estas transformaciones podían sólo aprovecharse para narcotizar a la audiencia con sonrisas?.

(Comentario publicado en El Mercurio, el 15 de agosto de 2004)

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Peña dixit

Señor Director:

Aunque previsibles, lamento las afirmaciones del comentarista Carlos Peña, del domingo. Obviamente debo sentirme aludido en su descalificación a los "expertos en ética periodística" en razón de los cargos que ocupo en organismos ad hoc y, por cierto, como profesor de la asignatura en la misma universidad en la cual él es decano.

Pero mi preocupación tiene otro origen. Creo que en su comentario Carlos Peña, al ironizar sobre una crítica recurrente contra "la prensa, esa serpiente", deja traslucir una vez más su propia visión del trabajo de los periodistas y de la función de los medios en la sociedad contemporánea.

Carlos Peña defiende la libertad. Pero no cree en la necesidad de equilibrarla con la prudencia, porque rechaza de plano cualesquiera recomendaciones de "un ejercicio del oficio más cauteloso, más recoleto, menos inquisitivo".

Al ponerlo todo en un mismo saco, a nuestro comentarista no le interesa lo que los propios periodistas -a través del Tribunal de Ética y Disciplina del Colegio- y la Federación de Medios -con el Consejo de Ética- consideran deseable y necesario: una instancia de autorregulación ya que, como él, desconfían de los excesos legislativos y "de códigos de conducta". Pero no dice qué propone o en qué cree, aparte de "la ley"...¿de la selva? De este y otros comentarios anteriores suyos, se desprende una imagen tentadora: echémosle para adelante, no es tarea de los periodistas medir las consecuencias ni pensar en versiones equilibradas o contrastadas.

No es lo que aprendimos de los viejos maestros ni lo que ahora -viejos, ya- creemos necesario transmitir a otros.

Abraham Santibáñez

(Carta publicada en El Mercurio, 16 de agosto de 2004).

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Opiniones sobre la prensa

Señor Director:

El profesor Abraham Santibáñez lamenta algunas de mis opiniones sobre la prensa, en especial las aparecidas el domingo 15 de agosto en "Reportajes". Sin embargo, no me reconozco en ninguna de las que me atribuye.

Nunca he dicho que la libertad no sea susceptible de ser equilibrada con la prudencia (¡qué palabra esta última, profesor! Kant la usaría para referirse al abandono de los deberes éticos; pero ¡qué bien suena en esta hora propicia a sugerir límites!); ni estoy despreocupado de lo que piensan los periodistas (me preocupa lo que piensan y sobre todo lo que suele ocurrirles cuando piensan demasiado y dejan de ser prudentes); ni, tampoco, en fin, desoigo las opiniones del Consejo de Ética (acostumbro discutirlas, sobre todo cuando parecen olvidar que el primer deber del periodista es ser fiel al ethos del oficio).

En fin, pido disculpas por mi insistencia en el valor de la ley que (dejando la deontología aparte, por supuesto) es, en las repúblicas, la única garantía de la libertad.

Carlos Peña González

(Carta publicada en El Mercurio el 17 de agosto de 2004).

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La prensa en aguas turbulentas

Es de esperar que nuestros senadores, que se encuentran en estos días discutiendo el vergonzoso proyecto de ley de protección a la privacidad que aprobaron los diputados, no se confundan y no legislen enceguecidos por la complicada situación del escándalo Spiniak.

Cristóbal Marín, Doctor en Ciencias Sociales Universidad de Birmingham, Reino Unido.

A fines de julio de 1846 el entonces ministro de Justicia Antonio Varas clamaba por una ley más dura para la prensa. "Se han predicado y difundido - decía su mensaje a la Cámara de Diputados - los principios más subversivos; se ha provocado abiertamente a la sedición o al trastorno del orden público; se ha desparramado a manos llenas la injuria y la calumnia sobre reputaciones intachables".

Varas, con sus elocuentes palabras y algunas presiones, convenció a los diputados y luego a los senadores, y en septiembre se promulgó una draconiana ley de imprenta. La ley no logró detener a los periódicos en su vibrante debate público y mordaz escrutinio del poder. Todos la rechazaron firmemente y la convirtieron, a través de ingeniosas estrategias, en letra muerta.

Es de esperar que nuestros senadores, que se encuentran en estos días discutiendo el vergonzoso proyecto de ley de protección a la privacidad que aprobaron los diputados, no se confundan y no legislen enceguecidos por la complicada situación que pasan los medios luego del escándalo Spiniak. Sería lamentable para la salud de nuestra vida pública, que se implementaran restricciones a la libertad de opinión e información y a un periodismo más inquisitivo.

La emergencia del escándalo político mediático como rasgo constitutivo de la democracia actual no es necesariamente algo negativo, como la clase política tiende a creer. Es cierto que puede erosionar las relaciones de confianza sobre las cuales se basa la acción política democrática y dañar la reputación de personas e instituciones. Pero también puede generar debate sobre los estándares de conducta pública y ser un importante mecanismo de escrutinio de quienes detentan o aspiran a posiciones de poder, lo que es muy positivo para la vida democrática.

Pero el tema del escándalo no es el único hecho que agita las turbulentas aguas por las que navega la prensa. También ha causado controversia la compra del 50 por ciento del periódico Siete + 7 por el conglomerado Copesa, pues con ello se concentra aún más la propiedad de la prensa, con riesgos para la diversidad y la independencia en el escrutinio del poder. Sin embargo, habrá que esperar para saber las verdaderas consecuencias de este hecho.

Si la prensa continúa madurando como industria que compite por sus públicos sobre la base de criterios de mercado, la propiedad de un medio no debiera ser un riesgo muy alto para el pluralismo. Una señal alentadora es la publicación de las cifras oficiales de circulación y lectoría de la prensa que ayudan a transparentar un mercado que se caracterizaba por su opacidad. Al mismo tiempo, si se examinan esas cifras sin prejuicios - particularmente los altos índices de lectoría obtenidos por el periódico The Clinic- se aprecia una fuerte demanda en el público por un periodismo inquisitivo que no se detenga ante el poder en cualquiera de sus formas.

Si la industria de la prensa no cumple con las reglas del mercado -las tentaciones en época electoral son grandes- , la concentración de su propiedad sí se convierte en una grave amenaza para el pluralismo. Es en este contexto donde hay que situar la crisis del diario La Nación, tras el insólito despido de su director. Esta crisis puede ser una oportunidad para diseñar nuevas formas de propiedad que ayuden a garantizar la diversidad de opiniones en el debate. Es obvio que a estas alturas no puede seguir existiendo un diario gubernamental. Pero ello no significa necesariamente su privatización, pues en un contexto de precaria esfera pública y concentrada industria de medios, aún podría ser de utilidad un periódico de propiedad pública con autonomía real del gobierno de turno, por muy difícil que parezca lograr dicha fórmula.

Es lamentable que nuestras élites que demandan cada vez con más fuerza límites a la prensa - incluso se han sumado algunas voces de asustados periodistas y de eminentes profesores de ética periodística- no sigan el ejemplo de la mayoría de sus tatarabuelos, para quienes la libertad de prensa, la diversidad de opiniones y el escrutinio del poder, incluso con la ayuda del humor y la sátira feroz, constituían elementos esenciales del debate público y la democracia. Como afirmaba Sarmiento cuando era director del diario El Progreso en Chile: "en nuestros días, no hay libertad ni civilización posible sin el auxilio de la prensa".

Comentario publicado en El Mercurio el domingo 22 de agosto de 2004

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Verdades periodísticas

Señor Director:

En el incipiente debate sobre la verdad periodística, la defensa de Canal 13 ha agregado un punto crucial:

En su defensa ante la querella del senador Jovino Novoa, el canal -conforme a la versión del diario "La Segunda"- recuerda en primer lugar que el parlamentario culpa a la estación por transmitir la entrevista a Gemita Bueno sin poner en duda su verosimilitud. Asegura luego -y éste es el nudo de su argumentación- que "no compete a un medio de comunicación social, como es la prensa o la televisión, asegurarse que los hechos que se difundan sean verdaderos. (...) Si sólo pudiesen difundir las noticias previamente verificadas como ciertas, la libertad de prensa no podría existir ni menos en el mundo moderno".

Es una afirmación que se repite con insistencia en estos días. Uno de los más tenaces defensores de esta idea, el aca-démico Carlos Peña, ya la planteó a fines del año pasado en la revista "Qué Pasa". Escribió entonces lo que muchos periodistas -todos, probablemente- comparten: "Los periodistas escriben noticias, alimentan el debate en la urgencia del día a día, y a veces, claro está, se equivocan. Pero esas equivocaciones son el precio que pagamos por tener al "poder público en público" y contar con un mercado libre de ideas". Donde nacen los desacuerdos, a mi modo de ver, es al momento de encontrar un límite para las "equivocaciones" que puede tolerar el lector, auditor o telespectador sin que se sature o, por lo menos, pierda la confianza en el medio. Muchos errores van a terminar por erosionar la buena relación entre el medio y el "cliente".

Pero hay también quienes creen -con una visión menos "práctica"- que la motivación ética es más profunda y de alcance mayor. Lo dice, desde luego, la llamada Ley de Prensa chilena, que defiende en el artículo octavo el derecho del periodista a no ser "obligado a actuar en contravención a las normas éticas generalmente aceptadas para el ejercicio de su profesión". En su Art. primero el Código del Colegio de Periodistas de Chile es explícito: "Los periodistas están al servicio de la verdad, los principios democráticos y los derechos humanos. En su quehacer profesional, el periodista se regirá por el principio de la veracidad, entendida como una información responsable de los hechos...".

También es un punto que ha preocupado al Papa, Juan Pablo II: "No se puede escribir o emitir sólo en función del índice de audiencia, a despecho de servicios verdaderamente formativos. Ni tampoco se puede recurrir al derecho indiscriminado de información, sin tener en cuenta los demás derechos de la persona. No hay libertad, incluida la de expresión, que sea absoluta: en efecto, ésta está limitada por el deber de respetar la dignidad y la libertad legítima de los demás. No hay nada, por fascinante que sea, que pueda escribirse, realizarse o emitirse en perjuicio de la verdad. Y no sólo me refiero a la verdad de los hechos, sino también a la verdad del hombre, a la dignidad de la persona humana en todas sus dimensiones".

Aquí hay una base firme para un debate serio. Yo empezaría por pedirles a los abogados, sobre todo a los de Canal 13 dada su dependencia de la Iglesia Católica, que mejoraran sus fuentes documentales.

Abraham Santibáñez
Profesor Escuela de Periodismo
Universidad Diego Portales

(Carta publicada en El Mercurio el 28 de agosto de 2004).

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