Las sorpresas de don Alberto
Experto en zoología política, Mario Vargas Llosa tiene claro -y le teme- el papel del Presidente Alberto Fujimori. La suya, dijo el jueves, no es la despedida del cisne, que canta antes de morir, sino la reacción de una fiera acorralada, que se defiende, dando zarpazos mortales. En apenas una semana, tras de la euforia inicial, los peruanos -y con ellos buena parte del resto del mundo- empezaron a preguntarse si no habrían celebrado prematuramente la caída de Fujimori. Sobre todo después que a su inesperado anuncio inicial de que llamaría a elecciones, hizo una espectacular aparición en público -encaramado en la reja del palacio presidencial- y prometió luego una pequeña sorpresa para el 2006, es decir el año en que terminaría el período del nuevo mandatario. El asunto ha sido una fiesta para comentaristas y observadores, ya que tiene de todos los ingredientes de una noticia espectacular: ambición de poder, drama y suspenso. Ello prueba, en primer lugar, que Fujimori no ha perdido vitalidad, a pesar de verse amenazado simultáneamente por el descontento interno, incluyendo la subterránea inquietud de las Fuerzas Armadas, y las presiones externas. Como se sabe, todo empezó por la televisión, como corresponde a los tiempos que vivimos: la era de la información. Pese a las duras restricciones sufridas en los últimos tiempos (o tal vez debido a ello) la televisión exhibió un video entregado por un parlamentario opositor. En la grabación -recibida, a su vez, de un patriota no identificado- se veía claramente al hombre fuerte del régimen, Vladimiro Montesinos, mientras le entregaba quince mil dólares al parlamentario opositor Alberto Kouri. Era, y así se reconocía en el diálogo del video, el pago por su paso a las filas oficialistas. Al principio pareció que el escándalo no lograría conmover al régimen, del mismo modo como no lo afectaron las críticas cuando se postuló para un tercer período presidencial y finalmente logró el triunfo en segunda vuelta, en dudosas condiciones. Pero las heridas de la campaña resultaron más difíciles de cicatrizar de lo que parecía. El sábado pasado, hace justo una semana, sin aviso previo, Fujimori anunció que convocaría a elecciones nuevamente, a las cuales el que habla no se va a presentar. ¿Por qué lo hizo? Hay varias explicaciones. La más creíble es que el Presidente peruano debió ceder a la presión de los militares, pivotes de su gobierno desde 1992, cuando disolvió el Congreso e impuso su autoridad a la Corte Suprema. Fueron ellos los que, en medio de la discusión sobre su precario triunfo electoral este año, le dieron el respaldo decisivo. Lo que no está claro es si los militares temían por la salida de Montesinos (y la disolución del Servicio de Inteligencia Nacional, SIN) o por su permanencia junto a Fujimori. También se sostuvo que todo fue una compleja maniobra para desbancar a Montesinos, quien había acumulado demasiado poder en los últimos años. Lo que nadie cree a estas alturas, es que el Presidente simplemente haya decidido hacerse a un lado y dar espacio para el desarrollo democrático de su país. Los opositores -que exigen que el proceso de nuevas elecciones sea más rápido de lo anunciado- temen que al final el Presidente no concrete sus anuncios o, simplemente, gobierne durante los siguientes cinco años a través de un títere, para retornar en gloria y majestad al poder. Como fuere, lo que falta es una reflexión de todo esto como el resultado colateral y no deseado de la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico. El poder de Montesinos -y el apoyo que todavía tiene en muchos sectores Fujimori- surgió de la derrota de los grupos terroristas y el éxito relativo en el control del narcotráfico. Como suele ocurrir, no muchos meditan en el costo, especialmente en materia de violaciones a los derechos humanos, que todo esto tuvo. Al final -como lo prueban en estos días otros países, desde Colombia a España- ni el terrorismo ni la droga ganan la batalla. Pero en esta guerra los regímenes democráticos sufren tan duros embates, que muchas veces se tientan por aplicar métodos de fuerza que al final sólo producen más confusión y, a menudo, caos político. Perú es apenas un dramático ejemplo.
22 de septiembre de 2000 |