Desde la noche del 16 de octubre pasado, cuando fue detenido en Londres el retirado Capitán General Augusto Pinochet, nada ha sido igual en Chile. Casi como un reflejo automático, los primeros informes hablaban de "retención" en vez de detención: para la gran mayoría de los chilenos, adversarios y partidarios, resultaba inconcebible que alguien pudiera intentar una acción judicial efectiva en contra del hombre fuerte que gobernó Chile durante casi 17 años "sin que se moviera una hoja sin que él lo supiera", según dijo públicamente.
Pero la verdad es que Pinochet estaba detenido y, aunque el juicio por la extradición pedida por España ha sido azaroso, un largo capítulo de la historia de Chile, de casi un cuarto de siglo empieza a cerrarse.
No es fácil explicar la reacción de los diversos sectores de la opinión pública chilena. El siguiente es, apenas, un intento de clarificación. Y empieza en noviembre, pero no ahora, sino hace 20 años.
El sol, como ocurre en noviembre en la zona central, caía a plomo entre los cerros desolados de Lonquén. El pequeño grupo de seminaristas a cargo de la excavación sufría más que nadie el peso del verano que ya llegaba. Pero eran otras las preocupaciones que nos agobiaban. El obispo Enrique Alvear y quienes lo acompañábamos, ese día, hace poco mas 20 años, estaba consciente de que era una etapa histórica la que se cerraba... o que empezaba.
Unos días antes, una denuncia amparada en el secreto de confesión, había alertado a la jerarquía católica santiaguina, encabezada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, de que en unos hornos de cal abandonados, había un entierro clandestino de "detenidos-desaparecidos".. Esa mañana, luego de una breve explicación en las oficinas de la Vicaría de la Solidaridad, en la Plaza de Armas de Santiago, habíamos partido hacia el lugar. Los testigos éramos dos periodistas: Jaime Martínez Williams, de Qué Pasa, y el autor de este comentario, como subdirector de la revista HOY. También iba el abogado Máximo Pacheco Gómez, ex embajador y ex ministro.
Como ocurre siempre en estos casos, la mayor parte de la jornada transcurrió en espera.
Primero se intentó llegar hasta los cadáveres por la parte superior de los hornos. Pronto, sin embargo, se descubrió que esa boca había sido sellada con una capa de concreto. Fue necesario reempezar, esta vez por abajo, por una pequeña puerta de fierro de lo que fue el fogón del horno. Fue más fácil, pero más espeluznante: muy pronto aparecieron restos humanos, ropas, huesos, cabelleras, apenas retenidos por alguna armazón metálica...
Empezaba a hacer crisis la confianza reiterada de quienes proclamaron que "esas cosas no pasan en Chile" y que se trataba sólo de invenciones.
También empezaba el fin de la larga espera de los parientes de los detenidos desaparecidos, que siempre creyeron que los detenidos que no habían vuelto a sus casas habían sido asesinados. Ellos sabían que las versiones oficiosas de que se habían fugado con supuestas amantes o en busca de un exilio dorado, no eran ciertas. Pero, hasta ese día de 1978, hace 20 años, nunca tuvieron prueba alguna.
Hoy, cuando el tema ha empezado a traspasar las duras corazas de quienes quisieron defender lo imposible, es necesario recordar.
La barbarie no cayó de repente sobre el país ni fue protagonizada por un único sector.
Hay un momento impreciso, a fines de los 60, en que la sociedad chilena, sin siquiera darse cuenta de ello, decide abandonar el diálogo democrático y deja de rechazar -en los hechos- la violencia. Las amenazas pintadas en las paredes o proclamadas abiertamente en publicaciones extremistas, los discursos encendidos, los gritos y los cartelones descalificatorios nos fueron envolviendo en una espiral irresponsable y fatal. El estallido tomó forma concreta en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, pero que empezó antes y continuó mucho después.
Es necesario decir, desde luego, que quienquiera que haya iniciado esta escalada, lo peor fue lo que ocurrió cuando se institucionalizó el recurso de la violencia del Estado. Al mismo tiempo, mediante una gigantesca campaña de prensa -apoyada por drásticas limitaciones a la libertad de expresión- se intentó ocultar o disfrazar lo ocurrido.
La profundidad del quiebre social quedó en evidencia en el entusiasmo de los sectores proclives a creer sin discusión las verdades oficiales. Sus representantes más notorios eran los jóvenes que gritaban por el centro de Santiago un estribillo cruel: "Desaparecidos, Já,já,ja".
Periodistas amenazados, restringidos, censurados, obligados a inferirse la peor humillación de todas -la autocensura- y con frecuencia detenidos, apaleados y hasta asesinados no pudieron hacer mucho. Pero lo que hicieron se estrelló, a menudo, con la complacencia de quienes querían vivir tranquilos en este auto-proclamado "oasis de paz y tranquilidad".
Gracias a la censura aquí no sabíamos que la droga se apoderaba de nuestros jóvenes. No veíamos la fragmentación creciente de los chilenos. Ignorábamos el retroceso económico y social. Gracias a la censura, los que no quisieron ver, no vieron y el plebiscito de 1980 cantaron victoria porque un cuerpo electoral nunca bien establecido, en un proceso lleno de sombras y dudas, se les aseguró que había triunfado por amplio margen "la Constitución de la Libertad".
Sólo años más tarde, después de las duras experiencias de la crisis, el alto desempleo y las protestas que nos llevaron a un nuevo espiral de violencia, algunos empezaron a darse cuenta de que las versiones oficiales no decían toda la verdad. El resultado del plebiscito del 5 de octubre de 1988, el primero realizado con las debidas y necesarias garantías, fue simplemente el shock para un grupo importante de chilenos. El propio Augusto Pinochet musitó, desde lo alto, una queja contra los "malagradecidos" e intentó la última soberbia: la comparación con el juicio a Jesucristo, cuando la multitud pidió liberarar a Barrabás..
Chile empezó a caminar por otras rutas.
Preferimos, sin embargo, hacerlo sin que las heridas cicatrizaran del todo, o peor aún, dejándolas a medio cerrar.
Sólo ahora ha empezado el verdadero acto de purificación que esperaba desde hace tantos años el alma de Chile.
Algunos han creído ver en la Carta desde Londres del senador vitalicio un gesto de grandeza. Es, por cierto, lo más lejos a que ha llegado, pero su interpretación todavía sigue siendo oscurecida por los prejuicios de siempre, el resentimiento y la imposibilidad de creer en el diálogo, el respeto mutuo y la tolerancia que se exige permanente a los otros.