Viñetas: La guerra que perdimos

Como es usual, el cóctel de noticias nacionales nos ofrece motivos de esperanza y de angustia. Aunque no era seguro, al momento de escribir estas líneas los padres de Edgar Seguel Sáez, el niño que perdió una mano en un accidente, creían que se recuperaría. Hay que valorar el esfuerzo de una cadena humana formada por sus padres, por médicos, paramédicos y muchas otras personas que hicieron posible la esperanza.

Pero la medalla informativa, como todos los días, también tiene un lado oscuro.

En un colegio, dice Televisión Nacional, sus propios compañeros agredieron y "ultrajaron" (es el comedido término que usó el canal para suavizar una acción horrenda) a otro, mediante un bate de béisbol.

Recibo la primera información en la noche en el noticiario central. Y a la mañana siguiente, un resumen igualmente desconsolador, me asalta en la estación del Metro. (Deberíamos estar contentos los periodistas: hoy nadie escapa de los resultados de nuestro trabajo, pero ¿vale la pena?).

Lo importante de esta historia, sin embargo, no son las pesadillas personales ni las recriminaciones profesionales. Hubo un hecho criminal y habría que preguntarse por qué ocurrió.

Cuando en la televisión, en el cine o en los libros, tanto de historia como en numerosas novelas, se nos habla de las atrocidades de los campos de concentración del nazismo o del gulag comunista, la explicación fácil es que se trata de designios siniestros, llevados a la práctica en nombre de una ideología por personas adultas al servicio de líderes enloquecidos por el ansia de poder. Pero, ¿qué pasa con niños que ultrajan a niños; barristas que se agreden entre sí o lanzan proyectiles a jugadores y árbitros; o "infiltrados" que desvirtúan manifestaciones legítimas?

Mi dolida explicación es que perdimos la guerra, tras haber ganado todas las batallas. Eso, claro, depende del color del cristal.

El 11 de septiembre de 1973 se suponía que nos estábamos liberando de la amenaza de una ideología avasalladora, que había sometido a millones de personas en todo el mundo. Se pretendía -era la acusación- imponer el Estado sobre los individuos; el golpe -según se respondía- garantizaría la libertad del individuo frente al Estado. Ello, ya lo sabemos, se convirtió en obsesión, pese a reducir "las" libertades a una: la libertad económica. Estas batallas ganadas y perdidas, con sus temores, angustias y dolores, están, me parece, en la base de gran parte de la violencia que hoy nos conmueve. La frustración de los que no lograron el paraíso en la tierra, por ninguna de las propuestas vigentes hace 30 años, ha envenenado el alma de sus hijos y nietos.

Desde que se recurrió a la fuerza, hemos dejado de creer en la razón, en el diálogo civilizado, en el debate en que se argumenta sin descalificaciones.

Este 11 de septiembre debería ser una fecha de reencuentro. Ha habido muchos esfuerzos. Pero también ha habido vacilaciones, entrecruzamiento de intereses personales o de partido.

¿El resultado?

Junto a notables esfuerzos solidarios, también hay demostraciones de crueldad y falta de conciencia que estremecen. Y que deberían hacernos meditar. A todos.

Abraham Santibáñez

Publicado en el diario El Sur de Concepción el jueves 11 de Setiembre de 2003

Volver al Índice